miércoles, 29 de abril de 2015

Viaje a Irak: los últimos cristianos de Qaraqosh


Escondidos en el último contenedor al fondo de un pasillo oscuro en el interior de un centro comercial a medio construir está la familia Abdallah. Fuera luce el sol pero en el pasillo la oscuridad es casi total. Y dentro del contenedor las tinieblas son absolutas. Son los últimos cristianos de Qaraqosh, la mayor población cristiana de Irak, con casi cincuenta mil personas, una localidad cercana a Mosul y que se localiza en las llanuras de Nínive. La llegada del Estado Islámico propició un enorme éxodo y ahora la mayoría de sus vecinos se reparten por edificios sin acabar de Erbil, la capital del Kurdistán. Los testimonios de los vecinos de Qaraqosh no dejan de provocar escalofríos y estremecimientos. Pero de pronto, una niña que me acompaña todo el rato sin abrir la boca, habla. Yo viví con el Estado Islámico durante una semana. ¿Y cómo estás viva?, le pregunto sabedor de que los disparatados asesinos del ISIS dan tres opciones: convertirse al islam, pagar fuertes multas por mantener la fe en Cristo o emigrar: al final todas se encierra en una: convertirse o morir. ¿No te convertiste? No, dice la niña en las tinieblas del pasillo. 'Y mi familia tampoco'. La familia Abdallah reside al final del corredor pero la niña se muestra reticente a enseñarla. 'Están enfermos', dice. Aún así nos acercamos a verlos.

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Por el camino tropezamos con trastos tirados por el suelo, se abren puertas de la que salen mujeres con linternas, parece mentira que fuera luzca el sol. Una mujer se acerca a pedirme ayuda: huyó de Qaraqosh pero su marido quedó atrás y no ha vuelto a verlo: se llama Ibrahim: ¿puede usted ayudarme?. Por fin llegamos al último contenedor. No es fácil encontrar a alguien que haya convivido con el Estado Islámico una semana sin renunciar a su fe y sin que hayan perdido la vida. La familia Abdallah yace en la más absoluta oscuridad, duermen juntos y revueltos. El olor a humanidad es evidente pero la amabilidad de la familia es mucho mayor: el cabeza de familia se levanta de un salto para preparar un té. Agradezco el gesto pero les dejo que sigan durmiendo. Se trata de una familia con problemas mentales, una tara colectiva y tan evidente que incluso los sanguinarios yihadistas del Estado Islámico no se atrevieron a ejecutar su amenaza. ¿Para qué convertirlos? ¿Para qué matarlos? ¿Para qué, supongo que se preguntarían aquellos orates, si no se van ni a enterar de su propia muerte? Al cabo de unos días, la familia Abdallah, sin referentes, sin amigos, sin vecinos conocidos y rodeados de psicópatas, decidió huir al este, a la región segura del Kurdistán iraquí, cargando con lo que pudieron llevar y sin más cuidado médico que el que ellos sepan proporcionarse. ¿Cuántos duermen aquí? Siete, dice la niña que huye de las fotos escondiéndose en las tinieblas.

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Y ahí yacen, con la mirada perdida, amontonados en un contenedor oscuro al final de un pasillo tenebroso en un centro comercial a medio construir al norte de la ciudad de Erbil. El señor Abdallah me sonríe amable y vuelve a su amasijo de mantas. La última familia cristiana en abandonar Qaraqosh tiene una lucha contra sus propios monstruos demasiado grande como para recordar cómo es eso de convivir con el Estado Islámico. La luz se apaga y la familia Abdallah retoma el sueño.

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