domingo, 22 de febrero de 2015

Viaje a Banda Aceh: en las torres del tsunami

tsunami por Hachero

En Banda Aceh la espada de Damocles no pende de un techo sino que crece desde el suelo y no pretende recordar la fugacidad de la buena vida sino de la vida a secas. Las imponentes moles de las llamadas torres del Tsunami se recortan contra el horizonte de la ciudad, se asoman a las ventanas de los vecinos, lanzan mudos gritos de alarma que, conforme pasan los días y las décadas, resbalan de los oídos de los vecinos más jóvenes.

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Porque las moles de hormigón que nacieron de grandes sumas de dinero provenientes de la ayuda y la solidaridad internacional son hoy escenario de emocionantes partidos de fútbol infantil, de nerviosos pilla pilla y del juego del escondite, teatro de mocosos que corren posesos por los amplios salones a la sombra del inclemente sol, castillo de príncipes y soldados (¿quién sabe dónde están las guerreras y las princesas?) que sólo saben de la Gran Ola que conmocionó a todo un planeta por las historias de sus padres y por las fotos del museo del Tsunami, cuya silueta también se recorta en el horizonte con su pinta de buque de tierra adentro.

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La imponente silueta del Museo del Tsunami, semejante a un buque de tierra adentro, se recorta en el horizonte mientras los niños van a lo suyo: jugar

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Desde lo más alto de las torres del tsunami puede imaginarse la devastación sin verla. Porque todo lo que se distingue es nuevo: hasta el mismo horizonte quedó alterado con el tsunami de 2004 y la línea de costa ofrece nuevos accidentes que antes no estaban.

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Allá está la mezquita Masjid Raya Baiturrahman, que Allah quiso conservar indemne (alhamdoulillah) ante el embiste de las olas, más allá un barco descansa aún a las puertas de una casa, desde aquí se puede imaginar cómo la enorme ola penetró por el norte de la ciudad, inundó la calle Rama Setia, desbordó la avenida Sultan Iskandar Muda y unió fuerzas al río Aceh para sembrar de escombros miserables donde antes sólo había miseria a secas.

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También puede verse cómo las orillas del mar quedaron alteradas para siempre y jamás (la eternidad que tarde otro desastre natural en volver) y que los barrios antiguos en poco deberían parecerse a los que ahora lucen brillantes y con ventanales nuevos, pobres y ricos igualados por las fuerzas de la naturaleza y por la mentada solidaridad internacional.

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Las torres del tsunami son cuatro y se construyeron a lo largo del barrio de Meuraxa, el que sufrió con mayor intensidad el impacto de la Gran Ola. Ahora son una parte más de la ciudad, una parte íntima que esparce tranquilidad entre los vecinos, cuatro titanes que se recortan en el crepúsculo de Banda Aceh para recordar, mientras no se difumine la memoria, que una vez hubo un desastre de proporciones bíblicas y que este barrio tan colorido y frondoso, una vez fue un infierno de agua y muerte.

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Las torres fueron fruto de la prevención a posteriori, que siempre es de agradecer aunque llegue tarde, fueron construidas con cemento reforzado y tienen una capacidad para quinientas personas a las que es fácil imaginar buscando cobijo en sus cuatro plantas, accesibles por rampas y escaleras, y colapsando un refugio que no deja de provocarme dudas. Coronadas con helipuertos y dotadas de cuartos de baño, oficinas y salas de reposo y hasta de oración, las torres languidecen hoy como un monumento al tsunami, con sus baños abandonados y sus amplios espacios convertidos en salas de juegos para niños que, en su inmensa mayoría, ni siquiera habían nacido cuando sus padres huyeron de la Gran Ola.

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Allá abajo se distinguen los restos de un helicóptero destrozado y que costó la vida a su tripulación, otro monumento más terrenal de lo que supuso luchar contra la naturaleza, en el horizonte se recorta la figura de otra de estas torres de dieciséis metros de altura construidas a una milla de las orillas del mar. Por las calles abundan los carteles que señalan a las torres, casillas de seguridad en el gran parchís que ha generado el tsunami en un tablero que hoy luce impoluto.

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Pero los vecinos resoplan satisfechos porque los titanes, de dieciséis metros de altura, más que servir de refugio en caso de catástrofe parecen tener asignada otra tarea: la de vigilantes que otean sin descanso el horizonte, ese que antes no era, para avisar a los suyos de la fugacidad de la vida. Y no la buena vida sino la corriente, la de siempre. La de todos los días.

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