viernes, 30 de octubre de 2015

Viaje al Kurdistán iraquí: la ciudad de Erbil tiene más de 44 siglos de historia (II)


En el muro de la citadela un vendedor de artesanías reúne en su escaparate lo más granado de la historia de Erbil. Los primeros cristianos, héroes kurdos, príncipes mahometanos, califas, mogoles y mongoles, una presión social que tiene mucho de tectónica y que une y separa pueblos a los que luego separará para volver a unir. Los kurdos se dicen descendientes de aquellos medos que destruyeron Nínive y la poblaron como dueños absolutos hasta el siglo X para recibir luego, por supuesto, a los árabes que en su expansión del islam la absorbieron al califato de los Omeyas, en primer lugar, y más tarde por abasíes, selyúcidas y hasta el propio Tamerlán, que la destruyó a finales del siglo XIV. La citadela que hoy veo y por la que camino es un fuerte levantado por el imperio otomano pero me lo imagino formando parte del entramado fangoso del subsuelo en unos siglos para que futuros viajeros paseen por un castillo construido sobre esta cima que ahora yo piso.

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Poco que ver con la aldea que fue apenas un par de décadas antes. Capital del Kurdistán iraquí desde 1992, Erbil alberga el parlamento popular, llamada la Asamblea Nacional del Kurdistán Iraquí, y un gabinete integrado por los partidos mayoritarios, el PDK y el UPK, amén de otros partidos menores. Rebeldes por naturaleza y poco amigos de los sometimientos, nada raro después de tantos siglos soportando invasiones, los habitantes de la región se las tuvieron tiesas con Sadam Hussein. Los kurdos de Irak sufrieron una represión muy distinta de los kurdos de Turquía, los más numerosos: a diferencia de éstos, a los de Irak se les permitía el uso público de su lengua y hasta podían tener periódicos. Para cualquier kurdo iraquí el nombre de Mustafá Barzani es lo más parecido al padre de la nación: luchó contra los británicos cuando se apoderaron de la región tras la caída del imperio otomano, luchó contra el rey Faisal I de Irak, a quien los ingleses regalaron su polvoriento reino, Barzani fundó el KDP, el Partido Democrático del Kurdistán, conformó la milicia kurda, los hoy famosos peshmergas, que regularmente luchaban contra el gobierno de Bagdad.

Erbil por Hachero
Barzani está en todas partes...

Su nombre hay que confrontarlo con el de Yalal Talabani, su opositor y más joven, cultivado y con ideas izquierdistas. Ambos lucharon contra el ejército de Sadam a ratos y cuando llegaban a un acuerdo con Bagdad se enzarzaban entonces entre ellos por el control de la región. Barzani siempre soñó con la independencia y acudió con cierta regularidad a los EEUU para que les echara una mano, un tema que en Washington veían con exótica curiosidad. La inestable situación costó cientos de miles de vidas y millones de desplazados, escenas tan trágicas como el bombardeo con armas químicas de la ciudad de Halabya y aledañas y la inesperada explosión vital del Kurdistán iraquí como símbolo de seguridad y estabilidad.

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La guerra de 1991 entre el régimen de Sadam Hussein y los Estados Unidos les dio una oportunidad: la zona de exclusión aérea, que prohibía a los iraquíes sobrevolar más al norte del paralelo 36, permitió labrar un futuro distinto, aunque lo que realmente hicieron fue una guerra de psicópatas entre las dos facciones, el PUK, una guerrilla organizada por el hijo de Barzani y apoyada por Irán y Siria, y el KDP de Talabani, apoyada por Bagdad. El caso es que en 1998 los Estados Unidos, que ya planificaban un Irak post Sadam y sabían de las enormes reservas petrolíferas de estos levantiscos vecinos de Erbil, impusieron una tregua y ayudaron a los guerrilleros del PUK a aplastar una guerrilla islamista que surgió en las montañas: Ansar al Islam, un grupo inquietantemente parecido a Al Qaeda y al Estado Islámico en sus planteamientos y en sus métodos, unos locos barbudos fanáticos del Islam ...pero de etnia kurda.

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Hoy el Kurdistán iraquí tiene unas relaciones tan buenas con Turquía que hasta exporta petróleo a través de un oleducto construido al norte del país y Masud Barzani, el hijo de aquel legendario guerrillero, hoy no sólo es presidente sino que fue el primer mandatario kurdo en viajar a Diyarbakir, la capital del Kurdistán turco, un guiño al mundo de que los kurdos no renuncian a su gran ideal, el del Kurdistán como país, sin tener que añadirle Kurdistán Iraquí, o Turco, o Sirio, o Iraní. Un hecho curioso porque los turcos han bombardeado las montañas al norte de Erbil repetidas veces en busca de los guerrilleros del PKK, los kurdos turcos, que usaban la región para esconderse y coger fuerzas para seguir atacando a los militares de Estambul. Los kurdos de Turquía, sobre todo, observan con evidente envidia el devenir de esta región a la que nunca faltan desdichas: hoy es el Estado Islámico el que amenaza la tranquilidad y la inversión de miles de millones de dólares para convertir Erbil en una suerte de Emirato del golfo. Y algo han conseguido porque tiene las tasas de pobreza más bajas de Irak, el mayor índice de seguridad y hasta la ONU reconoce esta ficción nacional con el título de 'entidad federativa'. Una entidad federativa que cuenta con su propia bandera, 'Alaya rengin', roja, blanca y verde y con un sol como presidente.

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Este es el paisaje habitual de Erbil: grúas y apartamentos de lujo

Wael me pasea por el barrio de los ricos. Y no es cualquier cosa porque todos los barrios nuevos tienen aspecto de estar habitados por ricos. Esplendorosa destaca the White House, una réplica exacta de la Casa Blanca de Washington. 'Esa es más interesante', me indica Wael ante un enorme y deslumbrante chalet, 'porque el dueño la levantó hasta tres veces pero no terminaba de gustarle y ordenó demolerla otras tantas veces hasta que ahora parece que está satisfecho...'. Como contrapunto, y al atardecer, el centro de Erbil parece detenido en el tiempo. Los abuelos se sientan al fresco de las fuentes, con la citadela al fondo, visten orgullosos sus trajes tradicionales con esos pantalones bombachos que deben ser un sueño de los herniados, manosean sus rosarios, rezan mientras fuman sus arguiles, toman té y las mujeres, con riguroso velo, pasean rodeadas de nubes de niños.

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Pero en los barrios la cosa es distinta. Los cuatro por cuatro, siempre nuevos e impolutos, cruzan las avenidas recién asfaltadas, las grúas forman parte del paisaje inmobiliario, de un coche de alta gama baja una escultural muchacha en minifalda pero con hiyab, a mis espaldas un grupo de chicas ríe estrepitosamente mientras sorbe la boquilla de la pipa de agua. En los centros comerciales no falta mercadería. 'Todo es petróleo', me dice Wael, 'y mientras siga así no tenemos miedo del Estado Islámico'. 'Le daré un ejemplo', me dice, 'los directivos de Exxon tienen alquiladas dos plantas de un hotel de lujo y pagan más de medio millón de dólares al mes: ¿cómo van a permitir que los yihadistas les fastidien el negocio?

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En el verano de 2014 un escalofrío recorrió la ciudad: los barbudos del ISIS se acercaban y cundió el pánico, muchos se subieron a los coches con la intención de huir. 'Yo no', dice Wael, 'porque vi que los directivos de Exxon ni siquiera se inmutaban...' A pesar de que la región es más segura que el resto de Irak, y se nota en esos enormes norteamericanos que uno encuentra a veces comprando fruslerías por el centro, los atentados no son imposibles y aventurarse fuera de la ciudad es poco menos que un suicidio si no se va bien acompañado. De hecho las ciudades del país a veces resultan casi inalcanzables, dependiendo de cómo evolucione la guerra contra los yihadistas. Duhok, Halabja y Solimania son las otras cabezas de gobernación que cuesta visitar por el temor a un secuestro. La carretera a Bagdad sufre de esporádicos controles del Estado Islámico y en sus cunetas aparecen repetidamente conductores asesinados. La que conduce a Mosul es una vía muerta porque, de momento, Mosul está en manos de los barbudos.

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Por si fuera poco, la hasta hace poco casi que aldea polvorienta con cuarenta y tres siglos de historia es solidaria y tiene repartidos por su perímetro urbano más de cuarenta mil refugiados desplazados por los yihadistas. Al norte de la ciudad, en un suburbio cristiano y floreciente llamado Ainkawa, se han concentrado los cristianos alrededor de la iglesia de Saint Joseph. Más allá están los sunitas, y los yazidíes, los chabaquíes, hay chiítas que han venido del sur, en algún lugar están los zoroástricos. Para ser una sola ciudad, su variedad étnica y religiosa es asombrosa. Además tienen campos de refugiados, o edificios a medio construir, que cumplen la misma función, pero los desplazados son libres de pasear por la ciudad. En el mercado me encuentro a un sunita de Mosul al que entrevisté en su tienda. Del campo de Horsham sale una extensa familia para 'pasear'. Los cristianos parecen intercambiables y aparecen en varios puntos de la ciudad saludando como tal cosa. Los carteles indicativos de la autopista también añaden una tentación de interés suicida: por aquí se va a Bagdad.

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Los espíritus acumulados de cuarenta y tres siglos de historia observan las evoluciones de los hombrecillos desde lo alto de la citadela. Los temores que nos causa Al Baghdadhi, los orates de Al Nusrah o los bombardeos aliados no les asombran en absoluto. ¡Cómo asombrar a unas piedras que han visto pasar a Ciro el Grande, a Darío el Persa, Alejando el Magno o Gengis Khan! ¡Cómo asombrar a una gente cuyos abuelos lucharon contra el Gran Tamerlán, los Omeya o las tropas de Sadam Hussein! Abandono Erbil con una sorpresa: los controles son mucho más exhaustivos para salir que para entrar y el aeropuerto tiene una terminal de mentirijilla, tan sólo para chequear a los viajeros. Pero me voy con un buen sabor de boca, el de un país de opereta que aspira a convertirse en una nación de verdad y que sienten haber dado ya el primer paso. El mayor pueblo sin nación del planeta ya ha metido la cabeza. Ahora sólo falta que la comunidad internacional supere las divisiones interesadas que los británicos y franceses trazaron tras la caída del imperio otomano y que los kurdos de Turquía, Siria e Irán se les unan en un nuevo país. Una tarea titánica y poco menos que imposible a día de hoy. Hasta que se visita Erbil y uno duda. Tal vez el Kurdistán sea algo más que una ficción.

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miércoles, 28 de octubre de 2015

Viaje al Kurdistán Iraquí: la ciudad de Erbil tiene 44 siglos de historia (I)


'Son cabezas de yihadistas del Daesh (el Estado Islámico)', bromea guasón un muchacho tras su puestecillo de cabezas de oveja, '¡haga una foto!'.

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¿Un puestecillo de cabezas de ovejas? Los pobres bichos conforman una suerte de cuadro fúnebre, la más literal definición de naturaleza muerta. Además de resultar muy revelador sobre el humor de los vecinos de este extraño país. Unos vecinos que tienen a tiro de piedra la vanguardia del Estado Islámico, pero que se declaran enemigos jurados de los yihadistas, alérgicos a las barbas y amigos sin cortapisas de los infieles blancos de los Estados Unidos. ¿Quiénes son estas gentes?

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Al norte de Irak existe un país que ni nombre tiene siquiera. Aspira a formar parte de una entidad superior, lo que viene a ser una nación de verdad, aunque la dificultad es tan grande que, por si acaso, ellos han comenzado ya a vivir su ficción de país. Por eso tienen capital con parlamento, presidente y fronteras, aeropuerto internacional y unos visados sin gracia que conceden automáticamente a cualquier europeo que se decida a visitarlos. El país en cuestión se llama Kurdistán Iraquí, su capital es Erbil y tiene como fronteras Turquía al norte, Siria al oeste, Irán al este y el resto de Irak al sur. Confieso que viajé al Kurdistán Iraquí con cierta aprensión porque la sola palabra 'Irak' ya impone, por mucho que lo adornen con eso de Kurdistán, y uno no sabe nunca qué demonios va a encontrarse.
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Ya en Estambul el encargado de la compañía aérea me mira con ojos escrutadores: ¿para qué quiere ir a Irak?, me pregunta sin pudor alguno, ¿y a usted qué le importa?, le respondo malhumorado, ¿viaja solo?, insiste el azafato, 'tal vez no', le digo antes de recuperar mi pasaporte, la tarjeta de embarque y la tranquilidad para colocarme en la cola. Miro a mi alrededor: un trío masculino parece recién salido de alguna remota aldea de las montañas, una señora inusualmente emperifollada riñe a una niña vestida con ropa de Disney, en mi delirio imagino a todos involucrados en guerras, espionajes, asuntos turbios y crímenes sin nombre.

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Pero no. El viaje ofrece tiempo suficiente para pensar en muertes convulsas, coches bombas y secuestros indignos pero la llegada a Erbil comienza a despejar dudas. El aeropuerto es nuevo como recién salido de una tienda de regalos, la terminal de llegada recuerda vagamente a la terminal 4 de Barajas (perdón: Adolfo Suárez), la cinta de equipajes es desconcertantemente rápida y el visado se consigue en unos segundos. Una vez en el exterior comienzo a asumir que realmente estoy en Irak: los alrededores del aeropuerto son una continuación del desierto, veo helicópteros patrullando, algún vehículo militar que rompe el horizonte y al fondo, a siete kilómetros, Erbil, la aldea que aspira a ser emirato del golfo pérsico. Y empeño le pone. Sobre el horizonte se recortan las decenas de barrios que se construyen a toda prisa, altos edificios de lujo, trabajadores orientales, un tráfico denso sin resultar aún agobiante, mucho vehículo nuevo japonés y coreano.

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Erbil llevaba buen camino: el petróleo te da la posibilidad de la apariencia, los amigos norteamericanos músculo y el rumor de un nuevo paraíso consumista te acerca ricachones de todo oriente medio dispuestos a gastar petrodólares en nuevos comercios, nuevos casinos, nuevos desagües. La atracción que sienten los kurdos iraquíes hacia los estadounidenses es tal que hay referencias en los sitios más insospechados: banderas en las tapicerías de los taxis, en las alfombras tejidas a mano, establecimientos de comida rápida, torres de oficinas, concesionarios de automóviles, barrios con nombres como 'English Village' o 'Italian Village'.

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El taxista me lleva al hotel con una rapidez que no volveré a encontrar durante mi estancia: la ciudad ha crecido tanto en tan poco tiempo que los hoteles crecen como setas tras una lluvia otoñal y es imposible conocerlos todos. Erbil se ha desarrollado en círculos concéntricos y su centro es la famosa Citadela, declarada patrimonio de la Humanidad por la Unesco y uno de los asentamientos humanos más antiguos poblados ininterrumpidamente. La mezquita de Shekhalla, su bazar, teterías y organismos oficiales, consulados incluidos, ocupan el segundo círculo, y conforme se abren los círculos se moderniza la ciudad hasta alcanzar el delirio de bosques de rascacielos con estupendos acabados, familias que devoran comidas en restaurantes a la última moda y centros comerciales, muchos centros comerciales, por doquier y como símbolo del progreso. Las marcas de moda en París, Londres o Madrid tienen réplica aquí y proliferan tanto como los hoteles.

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La historia de Erbil comienza hace la friolera de cuarenta y cuatro siglos, en el XXIII A.C., aunque puede ser incluso anterior. De hecho existe un texto del siglo XXI A.C. que ya habla de Erbil como sede del templo de Ishtar, diosa babilónica de la fertilidad. La citadela se yergue majestuosa aunque un tanto kitsch con esos ladrillos vistos que la UNESCO se esfuerza en rehabilitar. 'Antes vivían algunas familias, ahora sólo queda una', me informa un vigilante que, no obstante, no me deja recorrer las calles del interior porque todo está en obras. 'Hubo una empresa española pero se fue porque no le pagaban', me dice el buen hombre y pienso entonces en la calamidad que tenemos los españoles, negados siempre en el cobro.

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Bajo mis pies, la ciudad de Erbil pero también al menos otras nueve ciudades que han florecido y declinado en el mismo terreno, dejando ahora la sensación de estar subido en una colina que resulta ser una montaña de escombros con restos de cuarenta y cuatro siglos. Una locura, me digo mientras observo cómo sobresalen de la montaña ladrillitos, piedras labradas, restos que sabe Dios de qué siglo serán.

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Porque la ciudad tuvo tanta relevancia que por ella lucharon los reyes de Asiria con los de Babilonia, los medos la tomaron cuando destruyeron Nínive y el rey persa Ciro II El Grande la incorporó a la satrapía de Asiria. Leer la historia de Erbil es como meterse en un comic de caballeros de imperios desconocidos y lejanos. Darío I derrotó aquí a los sagartios y Alejandro Magno hizo lo propio con Darío I, los Partos se enseñorearon de la región y se la disputaron los turcos selúcidas, los armenios la arrasaron pero huyeron ante el empuje de los romanos y Trajano la hizo parte de la región de Asiria. Por si fuera poco en Erbil se establecieron los primeros cristianos y en el año 100 D.C tenía hasta un obispo aunque poco antes fue judío y se le conoció como Adiabane. Uno siente escalofríos al pensar que esos vestigios están ahí abajo, un enorme cúmulo de sedimentos históricos, y todavía no he hablado de nuestra era: la de Cristo. Pero eso será en el próximo post...

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miércoles, 21 de octubre de 2015

Viaje a Irak: las tres sillas de Ziad, el policía de Qaraqosh


A las puertas de un contenedor, frente a una fila de ropa goteante que tardará en secarse porque las corrientes de aire son frías y malsanas, me observan tres sillas. Yo también las observo. ¿Quién las ha pintado? ¿Y por qué? ¿Y qué significan esos dibujos? 'Son las sillas de la familia de Ziad, el policía', comenta un abuelo que deambula errático y meditabundo. 'Lo pone ahí: ¿ve? Po-li-cía', dice con cierta guasa el abuelo. Pues es cierto: po-lic. Y a mi lado un gigantón lo confirma: 'son mis sillas'.

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Ziad Khalid es un gigantón con una sonrisa tan triste como su mirada. Tras su bigote unos ojos inquietos no pierden detalle de su alrededor y me miran con mirada triste. A su lado está su esposa, Afaf Nafa, con una mirada no menos triste y con unos ojos también acuosos. 'Soy oficial de la policía', me dice Ziad mientras toma entre sus brazos con una llamativa delicadeza a su sobrino, 'y le voy a contar qué me ocurrió'. Su mujer no puede más y se va con un deje dramático a su improvisado hogar, un contenedor situado en el interior de un edificio a medio construir en Ankawa, al norte de Erbil, en el Kurdistán iraquí. 'Hacíamos guardia en un control de carretera a las afueras de Qaraqosh junto a los peshmergas cuando nos avisaron de que venían los del Da'esh (el Estado Islámico)'. Serían las dos y media de la madrugada cuando los kurdos recibieron una llamada de teléfono: abandonen el lugar. 'Ni siquiera pidieron apoyo en forma de fuego aéreo o algo así: a las tres de la mañana los yihadistas habían conquistado el check point...'.

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A su espalda las sillas tienen un toque exótico, son sillas de comedor, de salón de casa, de estancia familiar, dan sensación de formalidad, de noche especial, de visita de primos lejanos. Pero están sucias y pintarrejeadas en árabe. En un contexto desabrido y deprimente, con abuelos que se acuclillan en las esquinas para rumiar su pena, el suelo de cemento sin pulir, mujeres que cargan bidones de agua y niños que se aburren siempre en medio de corrientes asesinas, las sillas parecen una presencia de otro mundo. 'Es lo único que salvamos', dice furibunda Afaf, que vuelve del interior del contenedor. 'Nos morimos', dice con lágrimas en los ojos, 'mi marido necesita medicinas especiales porque está muy enfermo y aquí no hay nada, mi hijo tiene asma y aquí no hay ni inhaladores y la humedad y el frío son asesinos, nos morimos y no le importa a nadie', vuelve a gritar enfadada y se va. Ziad nos mira con mirada triste y se excusa: 'discúlpela, éramos clase media, teníamos una vida muy normal y nunca hemos pasado por nada parecido, es difícil de explicar lo que se siente, la impotencia, el miedo, estamos hundidos, no tenemos ni pasaportes...' En la planta superior un abuelo barre el suelo mientras nos observa triste él también. El edificio a medio construir y repleto de refugiados cristianos que han huido del Daesh es una esponja que absorbe tristeza.

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'Los de ISIS tiraban desde lejos y una bomba cayó en un edificio cercano a nuestra posición y mató a una mujer y tres niños así que sin el apoyo kurdo y con el aliento de los yihadistas tan cerca, abandonamos la posición nosotros también...' A partir de ahí, la historia de siempre: precipitada recogida de bienes, maletas a toda prisa, llena el coche, las llaves, los niños, dónde has puesto el dinero, demasiado tarde y arranca porque los yihadistas ya están acercándose. ¿Quién en su sano juicio se lleva unas sillas? Formaban parte del todo, claro, las sillas, la mesita, la ropa sin doblar, aquel cuadro que no quiero dejar atrás. De Qaraqosh a Duhok, de Duhok a Erbil. Dos huidas por los pelos en apenas un mes. Y de todo, tan sólo las sillas siguen ahí, observando cómo las observo mientras Ziad derrama unas lágrimas que lucen extrañas en un hombretón de su porte.


martes, 13 de octubre de 2015

Viaje a Turquía: Halfeti, la ciudad a medio sumergir


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En algún lugar de ese fondo oscuro del lago caminó el rey asirio Shalmaneser II, desfilaron las tropas bizantinas y se deslomaron los mamelucos arrastrando piedras para rendir la fortaleza de Rumkale. Desde ahí abajo lanzan burbujas los atónitos muertos de los últimos tres mil años, presas de dos exóticos cementerios que sólo pueden visitarse con bombonas de buceo y aletas. Si algún espíritu quedó atrapado en esos caminos tan frecuentados en la Antigüedad ahora observará estupefacto que no hay más que agua donde antes cimbreaban las copas de los árboles y que en la superficie resuenan atronadoras las últimas tendencias de la canción ligera turca.

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Porque lo que fue un cruce de caminos y una acumulación de civilizaciones es ahora una presa del grandioso proyecto Gap, del que ya he hablado aquí, un proyecto que medio sumergió al pizpireto pueblo de Halfeti, con sus bonitas mansiones de piedra labrada y sus calles empinadas tapizadas en parte por cáscaras de granadas despanzurradas, una ciudad que se desparrama por una ladera hasta perderse en la negritud de las aguas y que pierde la calma los fines de semana y fiestas de guardar con domingueros vocingleros. La agresividad guerrera de los tiempos pasados se despierta en cada comerciante cuando atisba un visitante, le empuja sin miramientos, le grita complicadas frases en turco y pretende cebarlo con kebabs y ayran (yogurt de leche de oveja muy ácido con agua y sal) antes de que lo haga el restaurante vecino. A los lados de las pasarelas reposan trozos de columnas milenarias, saqueadas sabe Dios si de un templo aún por catalogar, de un palacio escondido, de una mansión submarina.

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Llegué a Halfeti desde la muy noble ciudad de Gaziantep, a un par de horas, y cometí el error que deben de cometer todos los visitantes que no dominan el turco: me presenté muy ufano en Halfeti pretendiendo ver el lago. ¿Qué lago?, me preguntó un señor tocado con kafiya. ¿Esto no es Halfeti?, le pregunté a su vez. 'Sí, claro, Halfeti, pero aquí no hay ningún lago'. Y entonces, con estudiada ocurrencia cae en la cuenta, 'ah, claro, Halfeti'. Porque resulta que hay dos Halfetis, la antigua ciudad que se remonta como poco al siglo V Antes de Cristo y una nueva Halfeti, donde reside la población de la antigua Halfeti, o al menos las doscientos y pico familias que aceptaron una casa nueva por una casa milenaria.

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La nueva Halfeti tal vez ofrezca algo de interés a los arqueólogos del futuro aunque, y muy a mi pesar, debo decir que me pareció gris y funcional, seca y sin gracia. Desde que en el año 1999 se inaugurara la presa de Birecik los vecinos de la antigua ciudad de los asirios han ganado en comodidad pero perdido memoria. Los lugareños lo celebran porque pueden ganarse la vida con alguien más que algún despistado amante de Indiana Jones y ofrecen, a gritos como decía, sus pescados y kebabs con malas artes incluso, pero con la seguridad de que su otrora meca de la arqueología es ahora, además, meca del submarinismo de agua dulce, del trekking y de los efectos paisajísticos del mencionado proyecto GAP.

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Alrededor de doscientas mil personas visitan ahora anualmente este apacible lugar, 'la ciudad lenta' le dicen sus pocos habitantes mientras los visitantes deambulan ahítos de té y kebabs por las empinadas cuestas de las calles que evitaron las aguas y se enseñorean de una colina con vistas a un pequeño mar. Desde el balcón de una hermosa pero no menos ruinosa mansión me pregunto qué sentirían sus antiguos habitantes si les diera por resucitar y vieran que donde antes había un valle ahora flotan naos surgidas como de un pliegue espacio tiempo. Ahí abajo la gran mezquita de Halfeti, levantada en 1844 por el arquitecto armenio Adir, siente las olas del lago azotar su patio principal, sus rocas labradas la erosión de las aguas, su minbar el ajetreo de parejas de novios que se adentran en el edificio para robarse un beso.

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La comarca es un yacimiento en sí mismo y si las mansiones de Halfeti no satisfacen a los turistas siempre les queda el consuelo de las miles de cavernas con vistas al lago, muchas de ellas aún por examinar por ojos expertos, el castillo griego de Rumkale, puerta de los castillos de la Anatolia, monasterios, miles de tumbas de piedra, pueblos fantasmas, todo al exclusivo alcance de larguísimas caminatas o a bordo de uno de esos barquitos.

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En lugar de eso, prefiero caminar por el puente colgante, donde se señala bien claro el protagonismo del proyecto GAP, el sueño de Atatürk, un puente que deberían cambiarle el nombre, 'Puente de los Selfies' le quedaría mejor. Y pienso entonces en que tal vez existirá otro puente similar en la cercana Hasankeyf, un Halfeti aún sin sumergir y donde ha anidado la polémica porque al tiempo es mucho más que Halfeti: allí serán doce mil los años que sumergirá el polémico proyecto y la contestación, nacional e internacional, ha sido mucho mayor. Allí también paseé por una ciudad nueva, impoluta, como sin abrir del paquete, donde residirá la población de la antigua ciudad, muchos de cuyos vecinos deseaban perder de vista tanta piedra antigua y estrenar apartamento...

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Lo que fue el Éufrates es ahora un lago de profundas aguas bajo el que en días claros pueden verse calles que conducen hacia ninguna parte, huertos congelados en un eterno suspiro acuoso, dice una vecina que en según qué zonas aún pueden adivinarse los tejados de algunas casas. Sobre las laderas de la Halfeti de aguas arriba transitan grupos de jóvenes, huéspedes de alguno de los innumerables hotelitos, casas rurales, hostales, un pueblo dedicado a vender tranquilidad y el aroma a leña de chimenea reafirma el sentir: este es un pueblo para venir en pareja, enamorado, o con un grupo de amigotes, a hacer el cafre. Para los primeros la tierra ofrece algo único: rosas negras, las únicas que nacen en el planeta, una rara variedad genética del rosal de toda la vida que aquí brota de abril a mayo debido al microclima de la comarca y, quién sabe, tal vez decididas a olvidar el rojo que ha manchado el valle desde épocas inmemoriales.

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Trescientos millones de dólares costó la presa de Birecik que ha dejado a la antigua Halfeti convertida en la exótica Halfeti. Un dinero que supongo recupera cada poco porque los locales se afanan en construir hoteles en las colinas y en remodelar las antiguas mansiones como hostales con encanto. Una señora me pide una foto. 'Nunca antes había visto un español', me dice la buena señora, 'espere que llamo a mi nieta'. Es una de las doscientas ocho familias que decidió quedarse en el pueblo. Otras dieciséis familias se asentaron en los alrededores y el resto prefirió la dudosa modernidad de la nueva Halfeti. Yo también me hubiera quedado. Entre cavernas, caravanserais, castillos, monasterios y una mezquita medio sumergida.

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