viernes, 19 de junio de 2015

Viaje a la frontera turcosiria: las escondidas clases de Al Salam


La escuela Al Salam, en Reyhanli, tiene más de mil cien niños pero apenas nadie en la ciudad sabe donde está. Es una escuela escondida, sin distintivos, una escuela sin enseñanza reglada, sin programa educativo oficial ni título acreditativo al acabar el curso. Un curso que tampoco se sabe muy bien cuándo empieza ni cuando acaba. Por no tener, el supuesto colegio no tiene ni instalaciones, no tiene patio, ni recreo, no tiene pistas deportivas ni jardín trasero. Lo único que parecen tener es ánimo y el incansable aliento del que se sabe perdido, arrinconado, sin nada que perder. Tal vez por eso las clases son un mar de entusiasmo y de uves. Uves de victoria.

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Por eso cientos de niños se apiñan en las habitaciones de un espacioso, pero destartalado, apartamento en el centro de Reyhanli, una desapacible y gris ciudad en la frontera de Turquía con Siria. El drama de los refugiados de la eterna guerra Siria resulta evidente en esta zona: es más: resulta ofensivo.

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'Hace tres meses decidimos organizarnos porque nos parecía lamentable cómo tantos niños pierden el tiempo día tras día', comenta Ola Alsaed, la profesora de inglés del centro. A su lado, Abd Al Salam Al Ichalid, el director y promotor de la idea, antiguo maestro y alcalde de una pequeña y remota localidad de la que no quiere ni acordarse. 'Tenemos más de mil cien niños', levanta la vista de sus papeles, 'y hemos tenido que dividirnos en dos turnos, de siete de la mañana a mediodía, los más pequeños (de 6 a 12 años), y desde mediodía hasta las cuatro de la tarde los mayores (hasta los 18 años)'. Las habitaciones del apartamento son amplias pero la imagen no deja de resultar opresiva, incluso triste a pesar de las sonrisas de los niños y del enorme esfuerzo que realizan los maestros, todos ellos voluntarios. Hace frío, la mayoría de los niños llevan gruesos chaquetones y están muy juntos para calentarse, en cada sala pueden apiñarse sesenta o setenta niños. 'Además siempre aparece alguno nuevo', dice Ola, lo que dificulta aún más la tarea porque, al tiempo, 'otros no aparecen más...'.

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Y los miro y me veo a mí mismo, sus caritas me evocan mi niñez: veo a Manolito gafotas, y al pillo de Jaime, veo a Joaquín, que parecía tan tímido, y al demonio de Enrique: son ellos y soy yo, y es su realidad pero también son mis recuerdos, mis recuerdos de infancia, una infancia feliz, atormentado sólo por las rivalidades de críos que aquí, en cambio, se transforman en tormentos vitales, en disparos, casas destruidas, bombardeos, cráteres, sospechoso olor a gas, traslados a media noche y a todo correr, los llantos de mamá, de papá, de tus tíos...

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¿Y quién paga todo esto?, pregunto. 'Los padres, los refugiados, entre todos, lo que haga falta para que estos niños estén ocupados y aprendan algo porque la alternativa es pasar el día entero junto a sus padres en un apartamento, en un campo de refugiados o, en el peor de los casos, deambulando por las calles', dice Ola. El apartamento tiene diez habitaciones a modo de aulas distribuidas alrededor de un gran salón. En el aula número 8, una habitación con la puerta medio desencajada, los niños me reciben de pie, gritando al unísono un irreconocible pero emocionante 'how are you'... 'Aprenden árabe, algo de turco, deporte, religión, intentamos seguir el temario sirio porque en Turquía no los pueden educar, pero sobre todo', se emociona entonces Ola, 'intentamos darles amor para que los niños sigan siendo niños'.

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Ola proviene de la azotada Idlib, no muy lejos de esta ciudad pero al tiempo como si estuviera en la mismísima luna porque las separa algo más que una frontera: una guerra, miles de deprimentes tiendas de lona que hospedan a decenas de miles de refugiados, civiles que deambulan desorientados, hastiados, enfadados, soldados del ejército de Bashir Al Assad, del Ejército Libre de Siria, del Estado Islámico, de Al Qaeda y de sus primos de Al Nusra, bombardeos anónimos de los que nadie se responsabiliza y crímenes de los que nadie sabe a quién acusar. Una tierra regada con sangre que escupe a sus vecinos a un país que los acoge como 'huéspedes' pero que apenas puede hacer mucho más por ellos. En el colegio hay niños de toda Siria, de todas las religiones y tendencias, asegura el director, Al Salam, siempre detrás de sus papeles, 'aquí no discriminamos a nadie pero necesitamos apoyo para seguir con el trabajo... a ver si alguien en Europa se anima', remata con una sonrisa desesperanzada.

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En la ciudad hay quien dice que detrás de estas escuelas está el dinero de Al Qaeda, que tiene presencia confirmada en la zona desde que en mayo de 2013 dos coches bombas reventaran varios edificios del centro de la ciudad y asesinaran a más de medio centenar de personas. 'Yo no cobro', asegura Ola, 'y como yo, todos, somos todos voluntarios'.

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El fenómeno no deja de tener su importancia. Ola calcula que sólo en Reyhanli son doce las escuelas como esta, aunque más pequeñas, que dan clase a niños refugiados de Siria, aunque hay quien eleva las escuelas a treinta y tres. En la cercana Antakya, la capital de la provincia, también proliferan y algunos llevan nombres rimbombantes y un poco pelota, como el Recep Tayyip Erdogan, el controvertido presidente del país que los acoge. Y el fenómeno se repite en muchas de las ciudades con fuerte presencia siria. Y ya son más de un millón seiscientos mil los refugiados que han encontrado acomodo dentro de Turquía, una cifra que no deja de crecer conforme el lío se incrementa en el vecino del sur.

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El director, el señor Al Salam, con sus ayudantes en el despacho

En Al Salam los niños vienen de toda Siria, sobre todo el cercano occidente del país. Algunos tienen cicatrices que prefiero obviar, otros parecen retraídos pero la mayoría no pueden ocultar lo que son, niños, niños que saltan cuando ven el objetivo y que meten sus naricitas en el primer plano, que bizquean, se dan collejas, niños que, pese a todo, se comportan de un modo más educado que sus colegas de la calle y que tienen caras que parecen libros abiertos. Libros en los que se leen sin saber árabe que han visto demasiadas cosas desagradables, y no hablo ya de cuerpos sin vida ni de miembros destrozados, que también, sino de angustia, de mudanzas improvisadas y a toda prisa, del miedo de que alguien viene, de los rumores de sus papis, de que aquel pariente ya no vendrá más, tal vez de padres y madres desaparecidos, del rincón de juegos que ya no está y de aquel juguete que no volveré a sobar con mis manitas.
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Ola me cuenta que tienen otro apartamento con más niños pero que este es el principal. Y visito entonces cada clase, entre loor de multitudes, clase por clase, con profesoras igualmente embutidas en chadores y gruesos abrigos, clase número uno, clase número dos, clase número tres... '¿Tienes esperazanza de regresar a Idlit?', le pregunto a Ola, pero su mirada es opaca. 'Confío en Allah para regresar y no pierdo la esperanza porque nunca se debe desconfiar de la voluntad de Él pero expectativa, lo que se dice expectativa, no tengo ninguna...'.

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Son las doce. Acaban las clases y los niños no salen en tropel sino ordenadamente, desfilan sobre una alfombra extendida en el salón y rezan. No todos, tan sólo los mayores, pero rezan. Y rezan a un dios al que al otro lado de la frontera rezan unos locos que llevan banderas negras y que asesinan y decapitan en su nombre, y también al que reza Bashir Al Assad en sus demostraciones públicas para que el pueblo sepa que es baasista pero que tiene su corazón pío, y el mismo dios al que rezan los de Al Nusra e incluso los del Ejército Libre. Abajo de la escuela, apenas a cien metros, una familia se ha hecho fuerte en los bajos de un edificio en obras. Los niños, mugrientos y vestidos con harapos, salen tras un murete de ropa tendida y juegan en la calle, bajo la lluvia. Son la otra cara de los refugiados sirios en Turquía. Los que no suben los dos pisos de la escuela de Abd Al Salam.

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miércoles, 10 de junio de 2015

Viaje a Irak: las últimas cruces de Nínive


Ya no hay cruces en Nínive. Las pocas que permanecen en pie están en Erbil, en Ankawa, en Dohuk, algunas están hechas con palos, otras con gomillas, las hay que sólo son dos dedos cruzados y están también las que enseñorean las iglesias que tuvieron la suerte de erigirse en territorio seguro. No importa dónde se hayan refugiado los cristianos, siempre hay cruces: a las puertas del centro comercial a medio construir de Ankawa, donde se refugian muchos cientos de desplazados, te recibe una cruz que oscila con las corrientes, los refugiados mismos hacen el símbolo de la cruz, una virgen por aquí, un rosario por allá. El cristianismo de la región no tiene nada que ver con el que conozco, con el que he crecido, con el que he compartido toda mi vida: aquí la cruz es un orgullo. Tal vez por eso los barbudos yihadistas del Estado Islámico las han destruido todas, sistemáticamente, con rabia y odio, los cristianos han desaparecido del norte de Irak, donde esta religión pervive desde el siglo I, y la comunidad internacional escucha con oídos sordos una palabra que da miedo: genocidio. Curiosa palabra: genocidio, acabar con un gen, con un pueblo, una religión, incluso acabar con una idea política.

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En Europa, a ciertos temas, se suele reaccionar tarde y mal: se reaccionó con ira al genocidio rwandés cuando ya casi no había tutsis para matar. Se reaccionó con curiosidad al genocidio de Timor Oriental cuando apenas había timorenses que asesinar. Se reacciona con desconocimiento al genocidio del pueblo armenio a manos de los otomanos a principios del siglo XX, o al 'Porraimos', el genocidio gitano a manos de los nazis, se reacciona con indiferencia al genocidio indígena de Guatemala, al de los pueblos caucásicos, como los chechenos, a manos de Stalin, nadie recuerda los circasianos muertos a manos de los rusos, y qué decir de los genocidios antiguos, los de los caribes, los taínos, los arawak... Resulta cuanto menos curioso que el drama palestino sea capaz de generar tanta solidaridad, merecida sin duda alguna y producto de unos genios de la comunicación internacional, pero da cierto pesar que el resto apenas alcance el mínimo necesario para generar, al menos, indignación en las masas. Los cristianos mueren por miles en el norte de Irak y de Siria pero esta tragedia no provoca reacción alguna (más allá del Vaticano y de comunidades religiosas). Incluso he recibido algún mensaje de anónimos lectores del blog que me conminan a dedicarme a 'algo más productivo' que defender 'a esta gente'. Pero 'esta gente' tiene un peso muy importante en la historia, son los primeros cristianos, hablan siríaco, o arameo, la lengua que se hablaba en la zona hace dos mil años, sus tradiciones son milenarias y si desfilaran por alguna avenida española el público los tomaría por 'moros' porque su aspecto físico no varía demasiado del resto de pueblos de la región. Sin embargo, su drama no encuentra eco. Y mucho menos lo que sufren: genocidio.

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Pasqale Warda fue ministra en Irak y asegura rotunda que 'los cristianos sufren un genocidio en Irak'. Lo dice también el profesor Raad Salam, doctor en filología árabe y en estudios islámicos: 'lo que sufren los cristianos de Irak es un genocidio'. El Vaticano avisa: 'hay que detener el genocidio de cristianos y de otras minorías que tiene lugar en Siria e Irak'. Por primera vez en la historia no hay cristianos en Mosul: están en Erbil, en Ainkawa, en Dohuk, en territorio kurdo, protegidos por los pershmergas y por las fuerzas internacionales. Hay cristianos tumbados en los arcenes, en los jardines, ocupando patios de iglesias, edificios abandonados, centros comerciales a medio construir, deambulando por las calles, hay cristianos desesperados porque les han arrebatado todo, hasta la posibilidad de huir con familiares a otros países, un drama que se acrecienta cuando te aseguran que tienen dobles y hasta triples nacionalidades, que cuentan con visados para entrar en Europa, cartas verdes para huir a los Estados Unidos, permisos y salvoconductos que quedaron atrás, en sus casas y hogares, dejados precipitadamente porque se trataba de recoger unos papeles o salvar la vida. La palabra genocidio comienza a imponerse en los medios de todo el mundo, desde USA Today a Le Monde, una palabra que se emplea con miedo, con cuentagotas, pero que no deja de esconder un holocausto de proporciones gigantescas, un genocidio que va más allá de los cristianos y que afecta también a los yazidíes y a los chabakíes, un genocidio lento y atroz, silencioso e ignorado, una catástrofe sin apenas publicidad ni público interesado. Un genocidio perfecto: el sueño de cualquier genocida. Un genocidio silencioso.

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lunes, 1 de junio de 2015

Viaje a Irak: con los chabakíes expulsados por el Estado Islámico


'En la ciudad huele a muerto', me dice Eptisan, 'he hablado por teléfono con algunos vecinos que no pudieron huir del Da'esh y nos dicen que mi calle huele a muerto porque los yihadistas no recogen los cadáveres'. No resulta fácil conocer a un chabakí, sobre todo porque viven repartidos entre Mosul y un puñado de aldeas al norte de Irak, en las montañas de Sinjar, en la remota región de Nínive, que me trae recuerdos de las clases de historia, de Babilonia y de Mesopotamia. Por eso cuando mi amigo Wael me los señala, 'mira, chabaquíes', los observo como el que ha ido al museo. Sus historias son tan tremendas como las de todos los que han huido de esta absurda guerra, y la frase de Eptisan, 'mi calle huele a muerto' lo atestigua, pero a los relatos increíbles se une, en mi caso, el aliciente de contemplar cara a cara a gente de un pueblo del que sólo he leído referencias lejanas.

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No se sabe muy bien cuántos individuos compone esta misteriosa minoría y las cifras bailan entre los sesenta mil y los doscientos cincuenta mil. En todo caso, su hogar está muy delimitado a un puñado de sesenta aldeas al norte de Irak, aldeas con nombres como Ali Rash, Khazna, Yangidja y Tallara, aldeas que hoy están en manos de los despiadados yihadistas del Estado Islámico, ISIS, de donde han expulsado a decenas de miles. 'Los vimos venir desde lejos', me cuenta Nur Hisian, una hermosa adolescente de doce años, 'y nos subimos a la segunda planta de nuestra casa, mamá estaba aterrorizada porque los pershmergas habían huido y no había nadie para detener su avance...'

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Nur, la chabakí que huyó de Nínive

Los chabakíes, que suelen vivir junto a yazidíes y cristianos, se prepararon para lo peor. Abderrahman tiene once años y recuerda que la mayoría de los yazidíes huyó a las montañas porque los yihadistas 'venían con mucha gente y con sus banderas negras, y estaban como locos buscando yazidíes y chiítas, ellos sí les plantaban cara porque sabían que querían matarlos, pero al final los mataban de todos modos porque se resistían'. Vienen de Kokjali, dice, y asistieron a la destrucción de la mezquita, desde la que un grupo de resistentes plantó cara a los yihadistas. No quedó ninguno de los defensores y los chabaquíes que pudieron, huyeron con lo puesto.

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Nadie sabe a ciencia cierta quiénes son estos chabaquíes. Ellos afirman proceder del norte de Irán y aseguran que sus antepasados eran los soldados del sha Ismail I, un azerí que reunificó Irán y extendió el chiísmo por la región, aunque también se dice que el tal Ismail era un importante poeta sufí en secreto y que por eso esta gente mezcla conceptos chiítas con otros más propios del misticismo sufí. Para terminar de enredar la madeja los iraquíes se dividen entre los que los consideran kurdos persas y los que creen que no son más que turcos de la Anatolia. El caso es que los chabaquíes han sido poco menos que casta inferior durante siglos, considerados los más pobres entre los pobres, hablantes de un extraño idioma que mezcla árabe con turco, persa y kurdo y despreciados por sus vecinos. Aunque los yazidíes han alcanzado algo más de fama por aquello de que en sus ritos parecían adorar al demonio, los chabaquíes tienen también una religión de lo más heterogénea.

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Su interpretación del Corán es más literal que la que trata de imponer la Sharía y aunque esto pueda darles apariencia de musulmanes, sus creencias mezclan islam y cristianismo. Por ejemplo, permiten la confesión pública, como los cristianos, y beben alcohol, lo que les crea serios problemas con sus vecinos y mucho más con los disparatados yihadistas del Estado Islámico, que los ven como herejes. Además, no construyen mezquitas sino unos edificios que llaman Khanqah y que sirven para reuniones espirituales. Por si fuera poco, su libro sagrado no es el Corán ni la Biblia sino el Kitab al Managib, o Libro de los Actos Ejemplares, o Byruk, que para liarlo todo aún más está escrito en lengua turca. Un libro que interpreta un líder al que llaman Baba y al que apoya una cohorte de religiosos que sirven como mediadores con el poder divino. A pesar de este cocktail, los chabaquíes están dentro del islam y se dividen en tres tendencias, dos de ellas chiítas y una última sunita. Siempre han vivido mezclados con yazidíes y cristianos, y tal vez de esa convivencia vengan unas tradiciones que parecen prestadas según el momento.

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Desde su posición, en lo más bajo de la sociedad, los chabakíes han luchado por emerger y sobreponerse a su fatal destino pero sus peculiaridades, el entorno y los reveses de la historia no ayudan mucho. El partido Baas, de Sadam Hussein, quiso arabizarlos y que olvidaran su lengua ellos entonces dijeron que se consideraban más kurdos que árabes pero que no eran ni lo uno ni lo otro, los radicales islámicos siempre los han visto con malos ojos y ahora los orates del Estado Islámico se empeñan en destruir cualquier vestigio de su cultura, sobre todo después de que hayan invadido sesenta aldeas shabak y hayan ejecutado a unos dos mil chabaquíes o expulsado a sus habitantes.

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Aprovecho para preguntarles por los yazidíes, otra minoría que huyó de los barbudos sin que a estas alturas tengamos muy claro lo que ocurrió con ellos. 'Los yazidíes huyeron a las montañas pero por el camino les atacaban y ya no sé quiénes, si eran los de ISIS, el ejército de Irak o los EEUU'. Eptisan Ahmed Daoud es una mujer de armas tomar, vive en una impersonal tienda de campaña en una larga hilera de impersonales tiendas de campaña contra las que se recortan, al fondo, altos edificios de apartamentos que indican la prosperidad que vive el Kurdsitán iraquí estos días. Pero Eptisan ve la prosperidad ajena como eso: prosperidad ajena porque no tiene salario ni ningún ingreso, tan sólo cinco niños, alguno muy enfermo, y muchas quejas: 'me piden dinero para medicinas pero no tengo nada', 'apenas hay ONGs que nos presten ayuda', 'sólo he conseguido un paquete de leche en los últimos días'. Y a pesar del drama, sonríe mientras relata hechos espeluznantes: 'no sé si han minado mi casa, tengo miedo y no sé si podré volver algún día, esa gente está loca, matan a cuchillo, decapitan, eso no es islam', el grupo de mujeres chabaquíes se incrementa y forman un corro, desgranan sus miserias, semiocultas tras sus velos, 'llamo por teléfono a los vecinos que se han quedado y están en estado de pánico, dicen que las calles huelen a muerto porque matan a muchos y no los recogen, mi calle está llena de cadáveres', otra mujer la interrumpe: 'mi marido murió por una bomba de ISIS cuando volvía del trabajo...'. Un drama de siglos, el de los chabaquíes, shabak people, que parecen condenados a emular a Sísifo para siempre y jamás, huyendo permanentemente de expulsiones, de asesinatos, de ataques étnicos y religiosos. Me despido con pesar: el de haber conocido a una minoría esquiva, presente tan sólo en el norte de Irak, hundida en el pozo de la tragedia.

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