miércoles, 27 de mayo de 2015

Viaje a Irak: Lina, una cristiana en un mar de musulmanes


Lina sonríe con amargura y proclama su fe: ‘soy cristiana’, dice, pero lleva hiyab y parece musulmana. ‘Es que nos atraparon los yihadistas de Da’esh (el Estado Islámico) y nos obligaron a convertirnos’. Lina sonríe y posa para la cámara pero la procesión va por dentro. ‘Ahora los cristianos no quieren que convivamos con ellos porque no se fían de nosotros’. Pero eso es injusto, digo, ¿no fue una conversión impuesta por la violencia?. ‘Sí pero no dejan que vivamos con ellos’.

Lina, la cristiana de Mosul, por Hachero 4-imp

De hecho son los únicos cristianos en un campo de refugiados repleto de musulmanes. Los hay de todas las tendencias: sunitas, chiítas, incluso bashkeríes procedentes de las remotas montañas de Sinjar. ‘Pero yo soy cristiana’, insiste Lina mientras mira de reojo la lona de ACNUR que comparte con sus padres: su madre no quiere que hable con nadie, y menos con extranjeros, porque desconfía de todos. Al entrar en el campo de refugiados de Horsham un hombre circunspecto se acercó a abrir la puerta. ¿Son todos musulmanes? 'Todos menos una familia, señor'... ¿Una sola familia cristiana entre casi tres mil refugiados musulmanes? En una esquina del campamento la familia cristiana nos mira con hosquedad. La madre, que lleva la voz cantante, no quiere que se les acerque nadie. El padre está oculto, dentro de la tienda. La hija deambula nerviosa, quiere acercarse y contar su historia pero no se atreve a contradecir a su mami. De pronto, la madre abandona el lugar, parece que va a buscar agua a un pozo, Lina se acerca corriendo: necesita contar su experiencia.

Lina, la cristiana de Mosul, por Hachero 3-imp

‘Cuando llegaron los yihadistas nos atraparon y nos golpearon, me dijeron que no podía llevar pantalones y que debíamos rezar cinco veces al día’. La familia en pleno se convirtió al islam para salvar su vida pero, en cuanto vio una oportunidad, huyó. ‘A las diez de la noche alquilamos un coche y abandonamos Mosul rumbo a Tall Kayf, pero ellos llegaron otra vez y tuvimos que intentar llegar un poco más lejos: a Sumel, pero fue inútil porque llegaron otra vez y entonces conseguimos ponernos a salvo en Duhok’. Cualquiera podría pensar que la pesadilla había acabado pero no: acababa de empezar. Al llegar a Erbil sus hermanos en fe los repudiaron porque habían abandonado el cristianismo. ‘No es justo’, clama Lina con una sonrisa mientras evoca atropelladamente la pesadilla del mes que pasó con los islamistas. 'Estaban siempre disparando, nos pegaban, tuve que dejar de estudiar, estaba en secundaria, ahora tengo 19 años', Lina habla precipitadamente, 'no volveré nunca a Mosul porque tengo miedo, intentaré encontrar a nuestros familiares, que ahora andan por Duhok, y nos quedaremos por aquí, no entiendo por qué no nos aceptan, si me convertí al islam fue por miedo, está muy mal que no nos dejen convivir con los demás cristianos, somos una familia cristiana y estamos rodeados de musulmanes, nos tratan bien pero no soy musulmana...'Su madre nos mira desde lejos. Parece ida y está furiosa. Lina se atusa el cabello bajo el hiyab y se despide nerviosa.

jueves, 21 de mayo de 2015

Viaje a Irak: Ankawa Mall es un centro comercial y un hogar para los refugiados cristianos


En el lujoso centro comercial de Ainkawa los escaparates de cara ropa brillan por su ausencia y en su lugar cuelgan coladas de harapos que gotean en el suelo sin pulir. En la planta de complementos se suceden los puestos que venden cigarrillos sueltos, chicles, palomitas y chucherías, las galerías comerciales son negros túneles donde se intuyen sombras y cacharros tirados por los suelos. Los gritos de los niños sustituyen la música ambiental y aquella famosa cadena internacional de estética y belleza encuentra dignos sustitutos en los peluqueros locales de Nínive, que aprovechan cualquier rendija en el hormigón para rasurar las barbas de sus clientes. Las grandes firmas de moda, de electrónica y de alimentos no tienen sitio, no tienen hueco, no tienen motivos para reclamar los huecos que les usurparon cuando ni siquiera tenían la intención de instalarse aquí.

Ainkawa Mall por Hachero 30-imp

A las puertas del Mall no hay guardias de seguridad, ni arcos detectores de metales, ni siquiera esos molestos aparatos que pitan cuando el dependiente olvida retirar la alarma. En su lugar una abuela estira las piernas sentada en una silla rota mientras una larga cola de desesperados llena garrafas de alguno de los tres grifos de agua potable que abastecen el enorme edificio. Ainkawa Mall es un lugar desabrido, a medio hacer, pero vivo a más no poder, repleto de niños que saltan, de sombras que deambulan por las tinieblas, de mujeres que cargan botellas de agua, un lugar recorrido por peligrosas corrientes de aire que trasladan neumonías en potencia, de galerías en eterna penumbra en las que brillan haces de luz, rayos de linternas, incluso con el deslumbrante sol del mediodía, ojos que te observan, puertas que ocultan dramas impensables.

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'Cuando entraron en Mosul agarré a mi familia y nos fuimos corriendo a Qaraqosh pero el Da'esh (Estado Islámico) llegó también a Qaraqosh y entonces nos vinimos corriendo a Erbil'. Leila Lias me recibe en zapatillas a las puertas de su nuevo hogar, un contenedor en el interior del centro comercial a medio terminar, 'de tanto correr, lo he perdido todo: sólo me queda este anillo' me cuenta enseñando el dedo anular. Al principio, relata, dormían en los jardines de Ainkawa, este pueblo cristiano situado al norte de Erbil, la capital del Kurdistán, 'pero el invierno ya amenazaba y nos trasladaron al edificio'.

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De los doscientos mil cristianos asirios que evacuaron la región de Nínive cuando el Estado Islámico entró a sangre y fuego en el norte de Irak, setenta mil terminaron en esta ciudad. El Ainkawa Mall debía completar el esplendoroso panorama comercial de la población, un próspero enclave cristiano al norte del Kurdistán iraquí, una región que funciona de hecho como un país independiente. La estructura del Mall ya estaba levantada, los garajes terminados, las escaleras mecánicas colocadas, el dueño podía imaginar las tiendas rebosantes de cara mercadería occidental y oriental, al estilo de las decenas de grandes centros comerciales que salpican Erbil y que pretenden emular los grandes emiratos del golfo. Porque, no en vano, el Kurdistán iraquí posee enormes reservas de petróleo, estrenan una sobrada independencia de facto respecto a Bagdad y funcionan como un estado propio que imita a las ricas monarquías del golfo pérsico y que pretende atraer a sus magnates como turistas. Pero entonces ocurrió el desastre, el éxodo de hermanos en la fe, cristianos que huían a tierra de cristianos en un país mayoritariamente musulmán. Buscaban la iglesia de St Joseph pero también el calor de los cristianos. Al principio ocuparon jardines y calles, se hicieron hueco en el patio de la iglesia, en los bordillos, en las aceras. Pero el tiempo transcurría y lo que parecía una huida temporal terminó por imponerse como huida a medio plazo.

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El dueño del Mall aún en construcción les ofreció el techo de su edificio, 'aunque después de dos meses creo que Naciones Unidas comenzó a pagarle un pequeño alquiler por las molestias', me comenta Osman, un rollizo vecino de Qaraqosh. Hoy rondan las mil seiscientas personas, han levantado tenderetes donde venden chucherías, hay peluquerías improvisadas, colas ante los baños prefabricados, los niños corren en bandadas. Donde deberían abrirse comercios lujosos se ocultan contenedores en los que se hacinan familias numerosas bajo cúmulos de mantas, cacharros de cocina, zapatos y bolsas de comida, todo proveniente de donaciones. 'No tengo ropa de invierno', se me queja una señora, 'los baños siempre están llenos', protesta otra, '¿cuánto tiempo más debemos estar aquí?', me inquiere una última. No tengo respuesta para ninguna y casi que tampoco tengo más preguntas porque cada uno de ellos es un torrente de historias espeluznantes. A las puertas del centro comercial, o del peculiar campo de refugiados, se me presentan Carlos Alberto y Joseph, dos simpáticos franceses de SOS Cristianos de Oriente, la única ONG privada que presta ayuda a este colectivo. 'Andamos por la región desde semana santa', me dice Joseph en un simpático castellano, 'y nos vamos relevando cada dos o tres semanas porque las historias que cuentan nos acaban pasando factura...'

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Maha Yusif Ayub también huyó de Mosul. 'No tengo ropa de invierno', me repite, 'y llevamos esto muy mal y le diré por qué: somos gente educada, acostumbrada a tener trabajo, dinero, ropa, y ahora aquí no tenemos nada y no sabemos cómo reaccionar porque nunca nos hemos visto así antes y encima no podemos ni demostrar quiénes somos porque no tenemos los pasaportes encima'. Hekemat Al Habish huyó de Qaraqosh y le tiemblan los labios cuando visualiza su drama: 'he perdido a mis cinco hijos', asegura, 'tres hijas y dos muchachos', con la mirada perdida recuerda la huida, 'escuchamos altavoces en los que los yihadistas nos decían que abandonáramos el lugar o que al llegar nos matarían a todos', y mientras habla veo que en sus ojos no me reflejo yo: se reflejan sus cinco hijos perdidos, el miedo a perderlos, el pánico a saberlos en manos de los sanguinarios barbudos, el horror.

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Imagino ahí una tienda de Zara con grandes escaparates mostrando ropa pero no hay más que un abuelo con un rosario y la mirada ausente. En las galerías secundarias la oscuridad es total y tan sólo los haces de luz de las linternas de las mujeres que cuidan sus cosas rompen una negritud absoluta. En el edificio no hay electricidad y al caer la noche los escalofríos dominan los contenedores y los padres se estrujan a sus hijos para darles calor. Un señor me pide ayuda: 'mi hijo recibió un golpe en la cabeza y ahora no recuerda nada, necesita ayuda', me dice mientras me enseña a su pequeño, de ocho años, que tiene un chichón ya cicatrizado y la mirada ausente, un niño extraño que aguarda paciente sentado en una caja que alguien se digne a comprarle una bolsa de patatas.

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Ziad Khalid es un cristiano grandote y de rapado militar. 'Hacíamos guardia junto a los peshmergas en un control de carretera cuando nos atacó el Da'esh', recuerda, 'y se entabló entonces una lucha endiablada hasta las dos de la mañana, cuando el gobierno del Kurdistán nos ordenó retirarnos: en treinta minutos ISIS ocupó nuestra posición y nosotros huimos...' Ziad recuerda que los primeros disparos vinieron desde lejos y que uno cayó sobre una casa y mató a una mujer y tres niños. 'Huimos entonces a Mosul pero fue por poco tiempo porque Da'esh llegó también allí y entonces nos fuimos a Durhok, pero resultó que también amenazaban la región y terminamos en Erbil porque la zona parece más segura'. Durante tres meses durmieron en una tienda de campaña en un jardín pero con la llegada de los primeros fríos los trasladaron al Mall. 'Echo de menos la tienda', dice, 'porque este edificio es insano y tantas corrientes propician las enfermedades pero con el invierno no podemos dormir al aire libre'. Su mujer sale del contenedor y llora sin lágrimas. 'Por favor', suplica, 'ayúdenos'. Mi amigo Wael, que hace las veces de traductor, no puede más y llora, sin lágrimas también. Cómo no llorar. Aunque sea sin lágrimas.

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domingo, 10 de mayo de 2015

Viaje a Irak: refugiados en la iglesia de St Joseph


'Durante las primeras semanas de la ocupación de Kirkuk los yihadistas no nos hicieron daño, no destruyeron nada ni mataron a nadie pero luego llegaron sus refuerzos y esos sí eran árabes y esos sí se esforzaron en destruirlo todo...'. La destrucción no es sólo física, me asegura Adel. 'Salimos tan rápidamente como pudimos y entonces se hicieron con nuestras casas y con nuestras vidas: entran en nuestros ordenadores y en nuestros programas porque las contraseñas permanecen, hace skype con nuestros parientes en Europa, a algunos los intentan engañar para que viajen a Irak, a otros les dicen que los van a matar, mandan emails con nuestras direcciones, también se hacen pasar por nosotros en el Facebook...'

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Mi interlocutor es un hombre grueso, entrado en años, un cristiano de Kirkuk. 'Mi nombre no tiene importancia y no quiero que usted me haga fotos', comienza el hombre su alocución, 'pero lo que le voy a decir es muy grave'. Lo miro a los ojos, su esposa se acerca pero prudentemente queda en la distancia. 'Nos fuimos de Kirkuk porque los vimos llegar (al Estado Islámico), nadie nos avisó de la que nos se venía encima y Kirkuk no es una ciudad pequeña, tiene casi setecientos mil habitantes...' El hombre, al que llamaré Adel, asegura que 'el ejército abandonó la zona sin luchar' y que los islamistas se hicieron con el arsenal abandonado por los militares. 'Ahora tienen humvees norteamericanos, todo tipo de fusiles, metralletas, morteros y pistolas, y le diré algo más', pone cara de tensión, 'los primeros en llegar no eran más de doscientos hombres y tenían caras europeas, los primeros combatientes en entrar en la ciudad no eran árabes...'. Mi traductor me indica que mire a mi alrededor y veré ojos intensamente azules, como los de Mariem, otra refugiada que aguarda para contarme su historia, que también abundan los ojos verdes, que hay rubios y pelirrojos y que el habitante de la zona no tiene por qué ser siempre moreno. 'Le aseguro que no eran de aquí', protesta Adel, 'nunca vi que los iraquíes tuvieran esas caras ni ese material de guerra, nuestras armas son distintas, más limitadas...'.

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Meriem se aferra a sus sobrinos mientras lamenta la pérdida de una pequeña de tres años capturada por los yihadistas del Estado Islámico

'Salimos corriendo de Qaraqosh, con lo puesto, pero dejamos atrás a una niña, mi sobrina, sólo tiene tres años'. Meriem fija sus hipnóticos ojos azules en la pupila del interlocutor y parece capaz de lanzar la imagen de la penosa huida, las pertenencias en el armario, la comida humeando aún en la cocina, 'el padre de la pequeña, que es mi hermano, enloqueció cuando intentó recuperarla porque los de la bandera negra ya se la habían llevado a Siria y ahora está enfermo de depresión...'. Meriem abraza a su hija, a sus sobrinos, como si conjurara el regreso de los locos de las largas barbas, pero de pronto sonríe y ríe abiertamente y trato de imaginar si yo podría sonreír en su situación: sin nada, refugiada en el jardín de una iglesia porque unos locos yihadistas te lo han arrebatado todo. 'Venden a las mujeres', pone gesto de asco, 'no sé qué más decirle porque ellos quisieron que nos convirtiéramos al Islam o les pagáramos un multa y decidimos huir antes de que se les ocurriera algo más...' Mariem recuerda que en su barrio quedaron 53 cristianos, 'pero no sabemos qué fue de ellos, sólo que los separaron por sexos y les obligaban a rezar o les golpeaban con unos palos muy largos que llevan los del Da'esh (el nombre que reciben en árabe los yihadistas)'. Una señora que observa atenta toda la escena interviene: 'mi primo también se quedó atrás...'.

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Sanem me insiste mucho: 'dígale al rey Juan Carlos que nos ayude'. Le digo que el monarca cambió, que ahora se llama Felipe, y que tampoco tengo cómo acercarme para decirle que los cristianos de Irak están sufriendo una horrible persecución. 'No importa', repite con guasa, 'usted busque el modo y dígaselo...'. Tumbado sobre una colchoneta, Sanem Yusuf Al Martesi recuerda los diez años que trabajó como policía en Qaraqosh, la mayor ciudad cristiana del país, y cómo tuvo que salir corriendo cuando los yihadistas del Estado Islámico envolvieron la localidad y pusieron en fuga a toda la población. 'Hace años éramos tres millones en el país', alude Sanem a los cristianos mientras sus compañeros asienten en la distancia, 'ahora no somos ni trescientos mil, y bajando'. Sanem sonríe al mencionar nuevamente al rey pero localiza el problema: 'somos pocos para organizarnos', comenta en relación a los suyos, 'no cogemos armas, no tenemos milicias propias, como sí tienen los kurdos y los chiítas, y ahora los sunitas con estos locos de la bandera negra, deberíamos organizarnos pero no tenemos gente'. Sin embargo, no es del todo cierto. Como bien demostró Pilar Cebrián en este reportaje, en algunas poblaciones los cristianos se han organizado para hacer frente al ejército de Al Baghdadi. El recepcionista de mi hotel en Erbil, un cristiano de los alrededores de Qaraqosh, también me lo confirma, 'hay pequeños ejércitos de cristianos, aunque somos pocos'. 'Nosotros no tenemos apoyos', se queja Sanem, el policía de Qaraqosh que ahora languidece tumbado en una colchoneta bajo los soportales de la iglesia de St Joseph. 'Nos usan todos pero ni siquiera nos pagan el salario, vienen de todo el mundo para luchar por nuestro petróleo pero nosotros no tenemos ni gas para encender la calefacción: hágame un favor', dice guiñándome un ojo, dígaselo a don Juan Carlos...'

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La vida sigue en la iglesia de St Joseph, en Ainkawa, al norte de Irak: los refugiados cristianos secan la ropa al sol, sobre el enlosado de su cuidado jardín una señora reza a la virgen María, bajo los soportales languidecen los hombres fumando cigarrillo tras cigarrillo mientras los niños corretean al sol. Frente a la iglesia, un centro comercial a medio construir también alberga a varios cientos de refugiados cristianos de las llanuras de Nínive, en poder ahora de los orates del Estado Islámico. 'El obispo ha salido', me dice un vigilante, pero no importa. Cualquiera que se detiene ante mí tiene historias espeluznantes. Historias de un genocidio.

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miércoles, 6 de mayo de 2015

Viaje a Oriente Medio: con los vecinos de Kobane


'Kobane será el Stalingrado de los yihadistas'. Lo que al principio me pareció una comparación disparatada lleva camino de convertirse en algo más que una frase ocurrente. La batalla de Kobane, o de Ayn Al-Arab, ciudad en el norte de Siria pegada a la frontera con Turquía, amenaza con convertirse en el remedo sirio de la épica batalla que supuso un punto de inflexión para los ejércitos nazis en su invasión de la Unión Soviética. Pero mientras en la ciudad luchan todas las facciones posibles en la guerra siria, y todas ahora unidas contra el Estado Islámico, desde los pershmergas kurdos pasando por el Ejército Libre Sirio, mercenarios simpatizantes con alguno de los bandos, tropas de Al Assad acechando en la distancia, refuerzos del PKK y vecinos convertidos en guerreros, los civiles han huido al otro lado de la frontera, al lado turco, donde deambulan como almas que lleva el diablo, preguntándose qué ha pasado para que terminen ahí. Claro que tampoco tienen mucho tiempo para preguntas porque desde Turquía puede ver cómo las bombas destrozan su ciudad, sus casas, sus calles y su vida.

vecinos de Kobane por Hachero 26-imp

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Deambulo yo también con ellos por Suruc, ciudad turca a cuya demarcación perteneció en un pasado Kobane y a la que han acudido en masa desde que los disparatados yihadistas del Estado Islámico atacaron su localidad en agosto de 2014. Las vicisitudes de la historia dejaron a ambas ciudades, Suruc y Kobani, separadas por una franja de terreno que no ha conseguido separar las vidas de muchas familias que ahora tienen pasaportes diferentes. Esos son los que han tenido más suerte y ahora conviven primos lejanos con primos cercanos. Pero el resto no ha tenido la misma fortuna, más allá de la hospitalidad y solidaridad de los vecinos turcos, mayoritariamente kurdos en esta región y solidarizados sin fisuras con sus primos del sur.
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Desde la calle puedo ver las cabecitas de los niños, asomándose a un balcón inexistente de un edificio en obras. La ropa tendida, las mantas tapando las ventanas sin marcos ni cristales, el ladrillo visto. El edificio está a medio construir pero ya vive alguien: 'somos  alrededor de trescientos en todo el bloque', me asegura un muchacho con gestos. Nadie habla nada inteligible. ¿Árabe? ¿Kurmanji? ¡¡Qué dices!! Un muchacho chapurrea algo de inglés y me acompaña un tramo. 'Cuidado', dice, 'los resbalones son frecuentes'. El edificio está sin acabar y las nubes de polvo indican dónde algún niño acaba de despanzurrarse en esas escaleras precarias, sin barandillas y peligrosísimas para tantos renacuajos que se asoman a recibirme. '¡¡Peshmergas, peshmergas!!', me grita muy serio al cruzarse un señor que baja la escalera tocado con kufiyya, el tradicional pañuelo blanco y rojo de la región. Los guerreros kurdos, provenientes del norte de Irak, son la última esperanza de un vecindario, el de Kobane, que tan sólo puede asistir impotente desde el horizonte a la destrucción de su ciudad.

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En 1912 la compañía alemana Koban Railway Company construyó una estación en un lugar desértico para aliviar el largo camino que debía unir el ferrocarril entre Estambul y Bagdad. La estación tuvo más éxito que la línea férrea y los kurdos que poblaban la región, cuan nómadas del desierto, vieron un buen lugar para poner instalar sus sombrajos. Posteriormente fueron los armenios, perseguidos por los turcos, y sobre todo los kurdos, en el gran genocidio de 1915 que acabó con cientos de miles de ellos, los que huyeron de sus poblaciones, situadas más al norte, para establcerse también al margen de los sombrajos y de la estación. La ciudad que comenzó siendo un pedregal con una estación alemana quedó bajo mandato francés tras el desmoronamiento total del imperio otomano y comenzó su existencia con edificios de estilo galo, otros de arquitectura armenia, los kurdos añadieron sus particularidades y el extenso yacimiento histórico, que muestra vestigios de los asirios, añadió más literatura que belleza al asentamiento.

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Cuando los yihadistas del Estado Islámico le pusieron cerco, allá por julio de 2014, la población de las localidades cercanas se concentró en Kobane, que con apenas cuarenta mil habitantes multiplicó su número por diez, y cuando los locos de la bandera negra entraron en la ciudad casi doscientas mil personas corrieron en tropel rumbo a Turquía, donde se sumaron al millón y medio de sirios que ya habita el país desde el inicio de la guerra. Ahora deambulan por las calles, ocupan edificios, mezquitas, parques y jardines, reciben alimentos de la media luna roja en largas filas callejeras y confían su suerte a los YPG, unidades de protección ciudadana, algo parecido a paramilitares vecinales, y a las guerrillas que antes luchaban contra Al Assad y ahora contra los barbudos. La llegada de doscientos pershmergas, 'los que se enfrentan a la muerte', provenientes del norte de Irak y armados con material pesado, añade un elemento más de confusión en la batalla. 'Kobane será el Stalingrado de los yihadistas', resuena en mi cabeza la sentencia de un kurdo que desfiguró la frase con un 'si dios quiere'.

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'No quiero escuchar hablar más de dios ni de religión', me dice enfadado un abuelo en plena calle. Me asombra ver a un musulmán renegando de su credo pero las tropelías de esos barbudos que enarbolan la bandera del Islam no deja de resultar contraproducente. Tanto matar por Dios y quemar herejes y brujas en la hoguera nos causó un hondo rechazo a los cristianos. Quién sabe si los musulmanes no deban pasar por un trago parecido para pensar que detrás de dios sólo hay cuatro letras. En un cuarto lleno de polvo, frío y gris, un grupo de hombres me invita a tomar café. Café turco, muy cargado. ¿Y sus casas?, les pregunto. Bum, imita uno el sonido de una bomba, todos ríen la ocurrencia y luego algo parecido a una depresión se instala en el colectivo. ¿Confían en los pershmergas? ¡¡Pershmergas, pershmergas!!, sonríen con franqueza. ¿Y qué piensan de los yihadistas? Rostros serios, duros, miradas torvas, no quieren ni oír hablar de ellos. En una cunita de madera un bebé duerme plácido. La única luz proviene de un pequeño generador que ronca en una esquina. La conversación se estanca en un rosario de sonrisas que deriva inevitablemente en gestos de rabia.

vecinos de Kobane por Hachero
Osama no puede moverse y pasa los días sentado, recibiendo visitas

En la primera planta reposa Osman, un niño rellenito con un rostro que irradia pena. 'No puede andar', chapurrea en inglés una voz, 'tuvo un accidente'. Al drama del traslado debe unírsele el drama de no poder corretear con los demás niños por el esqueleto del edificio sin acabar porque en el mundo infantil todo sigue siendo un juego. Las cabecitas surgen por decenas, salen tras las mantas que hacen las veces de puertas, saltan por las escaleras, deambulan por un edificio convertido al tiempo en pesadilla y en gran parque de atracciones.

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La vida pasa entre ropa tendida y nubes de polvo, noches heladas y suelos cubiertos de esterillas donadas por Naciones Unidas. Al caer la noche las mantas no bastan para evitar que el frío entre por unas ventanas que no existen mientras allá, apenas a cinco kilómetros, los locos de Alá insisten de manera terrible en conquistar la ciudad de Kobane. Mucho interés estratégico debe tener semejante enclave como para que los yihadistas se enconen y los kurdos hayan conseguido que su eco resuene en todo el mundo. 'Los turcos se la han dado a los árabes', dicen los kurdos, 'como pago por la liberación de varias decenas de diplomáticos que estaban en poder del Estado Islámico'. No creo que lleguen a tanto, pienso, por mucho que quieran fastidiar a los kurdos. Más bien se mezcla la rivalidad de Ankara con Al Assad, por no decir odio, unido a las pocas ganas de que los kurdos de ambos lados de la frontera insistan en su deseo de un gran patria kurda. Quién sabe, los designios del poder siempre son inescrutables. Y sobre todo para esta gente que sólo piensa en cómo demonios estará su casa, si habrá saltado por los aires, si la habrán saqueado, si estará llena de barbudos, de agujeros, de colillas, si se habrán muerto las plantas y los juguetes seguirán en su sitio. Y sobre todo: cuándo pasará este suplicio porque el invierno llega y las mantas, como decía, no son suficientes. 'Diga usted en Europa que tenemos mucho frío', me despide el muchacho que chapurrea inglés.

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