domingo, 12 de enero de 2014

Viaje a la India: en la ciudad abandonada de Fatehpur Sikri, donde confluyen todas las religiones


 Nigam quiere enseñarme algo: ‘el lugar donde confluyen todas las religiones’, me dice, y subo al coche algo extrañado. ‘El lugar donde confluyen todas las religiones’, pienso mientras intuyo un nuevo sablazo. A poco más de treinta kilómetros de Agra, la mugrienta ciudad donde se levanta el Taj Mahal, se encuentra Fatehpur Sikri, una incalificable mezcla de castillos y templos tan abandonada como impoluta. Nigam me sorprende, después de pasearme por las orillas del río más sucio que recuerdo haber visto, el Yamuna, una densa corriente de aguas negras que arrastra por Agra más vergüenza que líquido. Sin embargo, en Fatehpur Sikri todo parece distinto.
Para empezar, está abandonada desde 1585, diecisiete años después de que el emperador del momento, el mogol gran Akbar, deslomara a miles de albañiles y devanara los sesos de decenas de arquitectos, pintores y escultores para levantar esta impresionante ciudad. Para seguir, a pesar del abandono, el lugar está de lo más concurrido, hay gentes que pasean, santones sentados a la sombra recitando versos, niños que juegan alegres bajo la atenta mirada de sus padres, el suelo está tan limpio que ni polvo recojo en las suelas de los zapatos. Para terminar, todo, absolutamente todo, impresiona por sus dimensiones. El arte mogol se sustancia en Fatehpur hasta sublimarlo y parece un muestrario de la sabiduría de este imperio tan particular.

Tal vez la fascinación nazca en la puerta principal, llamada Buland Darwaza, un mastodóntico tocho de cincuenta y cuatro metros de altura que el emperador Yalaluddin Mohammed Akbar levantó en conmemoración de la batalla de Gujarat, con la que unificaba su enorme imperio. Subir la escalinata cuesta pero el sudor no impide valorar en su justa medida el trabajito que se dieron los arquitectos de cinco siglos atrás y los pobres albañiles que juntaron ladrillo tras ladrillo. Pero una vez superada la prueba de los escalones hay un premio mayor: el inmenso patio rodeado en su perímetro por una impresionante arcada que da acceso a distintos edificios. Entre ellos, el de la gran mezquita, de la que dicen fue la mayor de la India.
Además, el primer español que pisó este complejo fue un catalán de Vic, Antoni de Montserrat, un cura que ejercía en la cercana colonia portuguesa de Goa, a orillas del Índico, y que se pasó un año en esta ciudad cuando apenas comenzaba a ser ciudad. Dicen las crónicas que apenas diecisiete años después de comenzadas las obras, y cuando ya se había convertido en la capital del imperio Mogol, el propio emperador y su corte la abandonó por una carestía brutal de agua y porque un gran lago cercano comenzó a secarse. Del lago no queda ni sombra pero la ciudad, en cambio, permanece incólume, altiva, impresionante en su ladrillo rojo, un extraño monumento a la Sed y al pueblo Mogol. La bonita localidad de Sikri hoy es un secarral donde apenas crecen hierbajos y matorrales pero en la que surge, impactante e impresionante, Fatehpur Sikri, la ciudad amurallada que apenas nadie habitó.

El gran emperador Akbar tenía un problema: sus mujeres no le daban hijos y eso en un emperador mogol era un drama de lo más serio. Pero alguien le habló de un santón ensimismado y carismático que vivía en una cueva en un entorno no lejos de la capital, Agra. El todopoderoso Akbar se armó de paciencia y decidió visitarlo. Su nombre era Sheik Salim Chishti, resultó ser un santo varón dedicado al sufismo y le dijo que ‘No uno sino tres hijos tendrás’. El poderoso Akbar volvió a su palacio en Agra y en poco más de tres años tuvo tres hijos, lo que le granjeó una simpatía sin límites al barbudo derviche. Akbar no sólo era poderoso y un gran estratega sino un agudo gobernante que derrochaba tanto ingenio como poder. Para empezar, fue un soberano recto y estricto: persiguió la corrupción en un país que es el imperio de lo Corrupto (con permiso de España), examinaba personalmente las cuentas de sus dominios para encontrar desfalcos y hasta solía pasear de incógnito por las calles para conocer de primera mano las necesidades de su pueblo (y oír que se decía de él, por otra parte…). Capaz de los castigos más duros y de las recompensas más generosas, la adoración de Akbar al santón sufí tomó forma: forma de ciudad y como prueba de agradecimiento desmanteló su corte en Agra y se trasladó al bonito enclave donde vivía Sheik Salim.
Eligió, como dije, Sikri, por lo bello de su entorno, por su estupendo lago y lo frondoso de su floresta. Y por el santón, claro. Akbar eligió el nombre de Fatehpur porque significaba Victoria y es que eso es lo que debía ser, un homenaje a su batalla de Gujarat y a la paz que había traído a la India en general. Comenzó entonces una mezquita y un gran palacio, y los nobles, en un acto de peloteo que traspasa épocas, le siguieron y construyeron muy cerca sus palacios y moradas. En el interior de Fatehpur por cierto, reposa el santón sufí, Sheik Salim, una tumba en mármol blanco con celosías y enrejados, un féretro cubierto con una bandera verde, la del islam, y a la que se acercan devotos que se acarician suavemente el rostro mientras recitan suras y hafices en memoria del profeta. En el suelo se mece un joven, más allá una pareja se acerca con recogimiento, el lugar está tan vivo, me digo, que ya quisieran estar muchas ciudades tan animadas como este complejo abandonado y muerto.

Antoni de Montserrat y los dos jesuitas europeos en la corte del rey Akbar: http://www.mundohistoria.org/blog/articulos_web/akbar-la-piedra-angular-del-hindostan
‘El lugar donde confluyen todas las religiones’, recuerdo que me dijo Nigam. Le pregunto al risueño chófer que me tortura desde hace dos días. ‘Sí señor’, me dice, ‘el gran Akbar quiso unificar aquí todas las religiones para hacer una sola’. Se dice que Akbar llegó a estar tan obsesionado con las religiones que se marcó el objetivo de unificarlas todas y para ellos tomó cuatro esposas de las cuatro religiones principales, y dicen también que su preferida fue María, una portuguesa de Goa. En estos templos y en estas paredes confluían sabios venidos de todo el mundo conocido por el imperio mogol para tratar de encontrar un punto en común, discutir sobre los dogmas, enriquecer los conocimientos y los discursos, y entre todos ellos llegó el que faltaba: Antoni de Montserrat, un cura catalán que ejercía en la colonia portuguesa de Goa, a orillas del Océano Índico. Akbar envió una embajada a Goa para solicitar la presencia de algunos sabios cristianos que le enseñaran cristianismo. A principios de 1580 Montserrat hizo acto de presencia acompañado de dos jesuitas, un italiano y un portugués, con el firme objetivo de convertir al emperador a la fe de Nuestro Señor Jesucristo (del que dicen por cierto que su tumba está algo más al norte: pincha aquí).
Sin embargo, el emperador era un dechado de sabiduría y aprendía tan rápido que debatía con argumentos de peso las enseñanzas de los europeos, que no entendían que aquel fenómeno de la naturaleza no quería creer en nada sino saberlo todo de todos. Y todo eso, dicen, siendo analfabeto porque Yalaluddin era tan amante de las letras y de las artes como ignorante de los estudios. Aún así, Antoni y los suyos estuvieron un año erre que te erre y pego las orejas a los muros por si quedara algún eco de aquellas apasionantes conversaciones ocurridas cinco siglos atrás. Pues no, no queda mucho, sólo los escritos del catalán, que llegó a ser el tutor de Murat, uno de los hijos del emperador, a quien acompañó en sus campañas en Afganistán, la tierra de los antepasados de Akbar, una campaña de la que dejó las primeras impresiones del Himalaya, Tibet y Cachemira desde los tiempos de Marco Polo. De vuelta a Goa, el sacerdote catalán recibió la orden de Felipe II de presentar embajada en Etiopía y Montserrat nos deja en sus notas de viaje el sabor de una bebida desconocida en Europa: el café, que fue el primer español en probar.
Así pues que algo de cierto había en esa enigmática frase: ‘Aquí confluyen todas las religiones’. Lo único cierto es que la ciudad sigue ahí, magnífica, abandonada e impoluta, y que la razón más extendida para su abandono tan pronto y drástico puede ser una pertinaz sequía que acabó con el laguito cercano y con los recursos hídricos de la región. Mucha agua debía de hacer falta para mantener no sólo uno de los más hermosos ejemplos de arquitectura mogol sino la cohorte de pelotas que seguía al emperador por todas partes. Ahí quedan para la posteridad las rejerías y celosías de mármoles, las cúpulas bulbiformes que caracterizan a los mogoles, y a sus parientes los persas, los tejados a cuatro vertientes, las estupendas columnas rícamente ornadas, los arcos polilobulados…

Referencias:




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