domingo, 12 de enero de 2014

Viaje al Kurdistán: Diyarbakir tiene la segunda muralla más larga del mundo




La muralla de Diyarbakir es tan antigua que nadie sabe quién plantó sus primeros cimientos y es tan larga que sólo la supera en longitud la más famosa de todas las murallas: la de China.


En los manuales de viajes se acude al emperador romano Constantino, allá por el siglo IV, como origen de este curioso manto de piedras negras, piedras de basalto que provienen de alguna erupción de un volcán extinguido en los alrededores, un volcán que se conoce con el nombre de Karacadag, ‘el de las piedras negruzcas’. Sin embargo, parece que los enviados del emperador romano aprovecharon una estructura anterior, tan antigua que ni en aquella época había quien recordara sus constructores, tan perdido en el tiempo que hoy sólo podemos elucubrar con una civilización desconocida de hace más de cinco mil años y de nombre un tanto risible: los hurritas, pincha aquí para saber más de ellos. Un pueblo del que se desconoce casi todo y del que sólo nos han llegado algunas referencias a través de los documentos hititas, de la antigua Babilonia, de los que fueron contemporáneos, que los llamaba Surabitas, y por la Biblia, que los denomina con el feo nombre de ‘Hórreos’. En todo caso, unos desconocidos que nos han dejado dos hitos para nada despreciables: la estructura primigenia de la segunda muralla más larga del mundo y la canción más antigua que se conoce, que nació probablemente para ser interpretada con acompañamiento de lira.
Fuera como fuera, subo las escaleras de uno de sus tramos con cierto temor, por lo estrecho, y con cierta aprensión, porque en el interior de sus almenas medio derruidas se mueven sombras sospechosas. Fuera del recinto se abre la ciudad de Diyarbakir, la capital sin declarar de los kurdos, la ciudad donde el PKK reina entre las sombras, el centro de las protestas étnicas y escenario de multitud de crímenes de estado y de atentados terroristas. Las calles bulliciosas, el sempiterno claxon de los coches, las carreras de los niños de vuelta ya del colegio, los gritos de un mercado. Dentro de la ciudad antigua la cosa no mejora mucho pero en según qué rincones los intrincados callejones evitan que los gritos no lleguen más que a través del eco. Dicen que los alrededores de la muralla son peligrosos, que atracan a los turistas incautos (¡y quién mejor que yo para simbolizar al clásico turista panoli!) y que hay que extremar precauciones cuando se acerquen los típicos enjambres de niños. Sin embargo, encaramado en lo alto de la muralla todo se antoja lejano: los cláxons, los gritos, los niños.

Desde que el primer hurrita, si es que fueron ellos los primeros, levantó el primer tramo de esta muralla han pasado al menos doce civilizaciones distintas que han dejado su impronta en sus impresionantes muros en forma de inscripciones, de altorrelieves, de sutiles diferencias arquitectónicas. Aquello parece uno de aquellos leones hititas que nos mostraban en las clases de historia del arte, y lo de más allá recuerda a la intrincada palabrería árabe del interior de la mezquita de Córdoba. Lo único cierto es que el interior de la ciudad antigua parece un hervidero de casas arremolinadas, de entre las que sobresalen los minaretes de las mezquitas, entre ellas la Ulu Camii, la que fue iglesia de Santo Tomás, según me aseguró el padre José, uno de los últimos sacerdotes del rito siríaco, que tiene su iglesia ahí abajo, en esa maraña de callecillas.

Los hombres del emperador Constantino debieron pensar que aprovechando aquella débil barrera impedirían la entrada en la ciudad que ellos llamaban Amida de tantos pueblos bárbaros que pululaban por los desiertos de la Anatolia. Pero, si no le sirvió a los hurritas, los romanos tampoco pudieron evitar que les pasaran por encima. Es difícil verlo en según que tramos, sobre todo en los cubiertos de matorrales y basuras, los que se han desmoronado ante la desidia de las autoridades locales, los que parecen el escenario de un ataque perfecto aprovechando las horas oscuras.

En algunos puntos la muralla alcanza los doce metros de altura, en otros los cinco metros de ancho, tiene cinco puertas aún reconocibles y bien conservadas y en según qué torres uno puede hasta mezclarse con una multitud de turcos que toman su té y compran pañuelitos. En la parte más oriental se encuentra la Torre Keci, la torre de las cabras, las bóvedas del techo ejercen una atracción hipnótica en el interior de los muros mientras que fuera las cabras corren alegres por unos arriesgados peñascos ante los que se asoman los paseantes curiosos. Esta parte resulta la más fácil de defender porque da al río, el Tigris, y se asoma a un precipicio que debía de convertir en pesadilla las invasiones de otras épocas. Tan difícil de trotar por esta parte que los locales, siempre tan guasones, le otorgaron ese nombre, el de las cabras, con más estilo, en mayúsculas, la Torre de las Cabras. No es la única torre con estilo. Las de Ulu Beden y la de Yedi Kardes Burcu fueron construidas en 1208, cuando Diyarbakir era parte de un emirato de los Artukidas, otros turcos que dominaron la región antes de que el imperio otomano tomara fuerza. Este viajero describe estupendamente la acumulación de inscripciones y estilos arquitectónicos (en inglés)

Y es que el río Tigris pasa por aquí, como decía, y en la sección más sureña algunos visitantes antiguos describían la belleza de los huertos y del campo fuera de las murallas, aunque hoy sólo hay casuchas y niñatos que juegan a amenazarte como si reprodujeran las escenas de sus mayores, siempre del PKK, contra los policías turcos. Un enano se me acerca con lo que parece una pistola automática y hace ademán de dispararme, aunque afortunadamente es de juguete, ahora otro viene a toda pastilla con un enorme pedrusco con el que abrirme la cabeza: tan sólo mi extraña reacción (lo perseguí con otro pedrusco aún mayor) detuvo a sus amigotes, aunque me fui raudo no fuera a aparecer algún hermano mayor contrariado, o un padre con una pistola de veras.
Sigo mi paseo por la segunda mayor fortificación después de la gran muralla china para descubrir que es una hazaña con cierto truco. De las murallas de Meknes, en Marruecos, por ejemplo, dicen que medían, en sus tiempos, más de cuarenta kilómetros, y las de Roma casi llegaban a los veinte, así que los cinco y medio que miden las de Diyarbakir parecen de juguete a su lado: claro que hoy día las de la Anatolia no tienen cortes en su recorrido mientras que las demás están seccionadas y han perdido tramos enteros. Así que no hay duda: las murallas de Diyarbakir sólo recibe sombra de muy lejos: concretamente de China.

Las piedras de basalto negro caracterizan la muralla pero no son lo único relevante: tiene un intrincado trabajo de ladrillos, una estructura oculta que descubre, en lo poco que se deja descubrir sin que se te caiga encima un mundo de siglos, grandes almacenes, enormes habitaciones, estrechas escaleritas que conducen a las almenas, suntuosos espacios como los de la torre de las Cabras con su público entregado a la puesta del sol.
En cambio, en el extremo opuesto en diagonal, la muralla parece toser, estornudar más bien, los agujeros en su estructura dan cierta pena y uno puede imaginarse a las tribus turcas provenientes del centro de Asia bombardeando con cargas de pólvora los gruesos muros en el siglo XV, derrotando a los Sasánidas y a los Mamelucos, que a su vez desalojaron a los persas, que a su vez habían mandado a hacer puñetas a los romanos. Porque eso es la Anatolia, y casi que cualquier suelo que pise el ser humano: conquista tras conquista e invasión tras invasión, aderezadas con masacres tras masacres y tragedia sobre tragedia. La Anatolia no deja de ser un pasillo que conduce directamente a Europa, flanqueados sus lados por el Caspio, el mar Negro y casi que el Mediterráneo, un corredor inevitablemente frecuentado por todo el que quisiera reinar en algún lugar fresco (que era Europa). Por eso estas murallas han visto tanta sangre que no se sabe ya si aquella gota es hurrita, sasánida, romana o persa. A principios del siglo XX sus puertas volvieron a llenarse de sufrimiento, esta vez con la de los últimos cristianos, apenas visibles ya hoy más allá de esta iglesia armenia o de la anteriormente mencionada del rito siríaco, asesinados en masa a manos de los kurdos en un gran genocidio que volvió a repetirse apenas una década después, cuando fueron los kurdos los que se ahogaron en sangre en una sangrienta revuelta que sofocó firme el vencedor del espíritu turco en la primera guerra mundial, Mustafá Kemal, Atatürk. Aún quedaban más tragedias que vivir: las de los kurdos contra el gobierno de Ankara, las frecuentes revueltas étnicas, las huelgas de hambre de miles de kurdos.
Ahora el futuro se abre esperanzador: el gran proyecto GAP promete puestos de trabajo y agua, Abdullah Ocalan ha pedido un alto el fuego, los guerrilleros del PKK se retiran al norte de Irak y hasta el gobernador de Diyarbakir parece dispuesto, según este diario, a restaurar las estructuras dañadas. No es para menos: doce civilizaciones y miles de años mirando cómo los seres humanos nos peleamos y nos reconciliamos lo merecen…

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