domingo, 10 de marzo de 2013

Viaje a Haití: la pesadilla del mar Caribe (II)



El 21 de septiembre de 2004 leí en internet que la isla de la Tortuga, al norte de Haití, había desaparecido engullida por la tormenta tropical Jeanne. Y lo leí estando cerca, concretamente en Santo Domingo, la capital de la República Dominicana, una noticia difícil de digerir porque la isla de la Tortuga tiene alrededor de 26.000 habitantes, es un mito de tal calibre en la historia de los piratas caribeños que sin ella Johnny Depp no hubiera sido nunca Jack Sparrow y su altura máxima alcanza los 450 metros. ¿Cómo puede desaparecer una isla así? La noticia era demasiado tentadora como para permanecer bailando bachata y merengue así que me dirigí al consulado de Haití en la República y me metí en el primer autobús con rumbo a Puerto Príncipe. Claro que tampoco sabía mucho más del país fuera de su afición al vudú y de la extrema pobreza que asomaba de cuando en cuando en los informativos de la televisión.


Porque Haití es muchas cosas pero, sobre todas, una: es un desastre medioambiental de primer orden. Michel Martelly, el presidente de Haití, ha declarado este año, el de 2013, como año de la ecología, un guiño al país más deforestado del mundo, al que sólo resta un 1,6% de su masa arbórea. O dicho de otro modo: la mayor tragedia ecológica de la actualidad. Un país sin árboles. Por eso, Michel Martelly, que es un presidente rapero (que sucede a presidentes curas, presidentes sargentos, presidentes hijos-de-papá o presidentes maestros del vudú) le ha pedido a sus conciudadanos un favor: planten un árbol, aunque sólo sea uno. Según el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, Haití pierde cada año 37 millones de toneladas de tierras cultivables debido a la deforestación, sobre todo por la erosión de grandes terrones que terminan rodando hacia el mar


Con tan poca masa arbórea, las terribles tormentas tropicales que azotan cíclicamente el país se convierten, sin poder evitarlo, en no menos terribles desastres humanitarios, con miles de muertos ahogados en agua o enterrados en los grandes terrones que se desprenden de las montañas. La tormenta tropical Jeanne, que supuestamente había engullido la isla de la Tortuga, se había sentido sobre la República Dominicana con gran fuerza pero en Haití fue mucho peor. Había miles de muertos.


La historia moderna de Haití comienza la noche del 21 de agosto de 1791 en el decadente municipio de Le Cap. Los esclavos, que según Jared Diamond cifra en medio millón, se sublevaron, asesinaron a sus amos y quemaron las productivas plantaciones de caña. Fue un brujo local, de nombre Boukamn, el que dio la orden de alzamiento. Dicen que sacrificó un cerdo en una ceremonia religiosa en el interior de un bosque y que dio de beber su sangre aún caliente a un grupo de conspiradores para infundirles valor. Se inició así una sublevación en toda regla, con campos quemados y terratenientes asesinados. Los colonos resistieron el primer embiste y reaccionaron luego con violencia. El mismo Boukamn fue descubierto y ejecutado, y su cabeza coronó la plaza central de Le Cap como escarmiento. Pero la revuelta había prendido en la colonia y las masacres pasaron a formar parte del paisaje habitual de la isla hasta casi que hoy mismo.


Paradojas de la vida, fueron los británicos los impulsores de la rebelión. Según el escritor Carlos Wesley, la revuelta no tuvo nada de casual porque vino instigada por los británicos, quienes se inspiraron en los franceses de Les Amies de Noir, una sociedad abolicionista fundada por el revolucionario Laffayette. Haití era conocida en aquel entonces como la colonia de Saint Domingue. Y contradicción tras paradoja, las ideas inspiradas en la Ilustración prendían en lo más lejano del Racionalismo: el vudú. Las matanzas y la quema indiscriminada de ingenios y fábricas sólo pudieron ser detenidas tras imponerse un liberto moderado, Toussaints Louverture, a los sectores más radicales y establecer un plan político que situara la revolución en la órbita de las causas justas. El apoyo que le prestó el amigo británico no resultó de gran ayuda, sobre todo porque Londres poseía aún grandes bolsas de esclavitud, en la vecina Jamaica sin ir más lejos, y el ejemplo podía resultar perjudicial.


Los haitianos, a su vez, luchaban contra una esclavitud por la que ya habían luchado años atrás: cientos de esclavos combatieron a las órdenes de generales norteamericanos en la guerra de secesión con un óptimo resultado. Pero los meses, algunos incluso años, que pasaron peleando contra las tropas sudistas les pasaron factura: pensaron que la abolición de la esclavitud debía de ser un hecho universal y no sólo estadounidense. Al regresar a Puerto Príncipe y Cabo Haitiano volvieron a su triste realidad, un país bajo soberanía francesa comandado por terratenientes que los esperaban para hacerlos trabajar sin descanso. El choque debió de ser brutal y aceleró la descomposición de la colonia gala.


Después de cruzar regiones más parecidas al África que al Caribe, mi autobús llegó a Petionville, unos suburbios para gente adinerada en las montañas que rodean Puerto Príncipe. Una sucesión de mansiones escondidas tras altísimos muros alternaban el paisaje con tiendas de lujo, supermercados bien abastecidos y unas calles destartaladas por las que paseaba una muchedumbre negra que no tenían pinta de ser dueños de nada de lo anterior. En la estación me esperaba Georges con sus guardaespaldas. Después de una cálida acogida, nos trasladó a su mansión, cercana a la gare. Georges Sami Saati, nombre que denota un origen muy distinto del insistente trópico en el que nació. Fue el cónsul de Haití en la República Dominicana quien nos puso en contacto. Georges, el empresario que más sabía del país, decía, un patriota de los de antes, el hombre que habrá de salvar a Haití.

Georges Sami Saati, mi anfitrión en Haití

La mansión de mi cicerone no decepcionaba a nadie, ni a él mismo. Era la casa de sus padres, contaba, pero ahora estaba medio abandonada porque no residía allí permanentemente. Para estar medio abandonada, eso sí, lucía estupenda, con sus jardines en una cuidada desbandada tropical y la decadente piscina colonial con estudiada covacha para tomar un refresquito a resguardo del sol. Con tanto espacio y amplitud no es de extrañar que nos cediera un ala entera, la antigua y original casa de sus padres, amueblada con gusto y con cierto olor a cerrado en el ambiente. Georges vivía en el otro ala de la mansión, un edificio de feo aspecto, más parecido a un bunker de hormigón que a una casa, un centro de mando de un cuartel donde tenía todo más a mano, su despacho con la conexión a internet por satélite, su habitación, una minicocina y un salón con gran pantalla de televisión para seguir al momento las noticias de la CNN. El olor a antiguo permitía evocar los buenos tiempos, los de los Duvalier, cuando los sirvientes recorrían el jardín llevando ropa recién lavada, opíparos guisos, perros guardianes que ladraban a discreción y pasos firmes de personajes enigmáticos que despotricaban del gobierno de turno mientras planeaban algún golpe de estado. Los pasos de las generaciones pasadas resuenan aún en la mansión de la familia Sami, en sus retratos enmarcados en plata, el salón con robustos muebles de madera que parece inspirado en una novela tropical de Graham Greene, los libros que no son tales pero que lucen resultones entre estatuitas de caballos. La decadencia se ha precipitado sobre el lujo triunfal de los tiempos de Papá Doc y ahora yace inmóvil, como un hermoso visón que aún conserva el pelaje pero ya comenzara a oler mal. La espléndida cocina, con unas vistas magníficas al jardín, no sirve para agasajar a los invitados con aquellas comidas y cenas de antaño. Todo se ha perdido en una espiral de sufrimiento y conspiraciones, de hijos que han forjado su futuro en otras tierras y en la siempre temible amenaza de una masa hambrienta que pide monedas a las puertas de la mansión.


Georges nació en Haití pero tiene alma de brasileño desde que muy joven se afincó en tierra de garotas e ipanemas. Además, tiene pasaporte estadounidense y otra mansión en Miami, donde reside su mujer y sus hijas. Georges tiene negocios en Santo Domingo y en Brasil, en Florida y en Haití, visita con frecuencia Paris para sentir su conexión con la Ville, desayuna platos típicos del Líbano, como homenaje y recuerdo a sus padres, emigrantes de Oriente Próximo instalados más que cómodamente en una inestable isla del Caribe. Si pinchas aquí verás más historias de emigrantes de Oriente Medio en el Caribe.

Pero, sobre todo, Georges es un furibundo anticomunista. Y como tal, todas sus conversaciones están marcadas por el sesgo político de su visión de la vida. Es la época de Hugo Chávez en Venezuela, de Kirchner en Argentina, de Lula en Brasil y de Zapatero en España. Pero también es el momento de otro George, Bush, y Georges, Sami, es su más encendido admirador. Muestra con orgullo su foto del hermano de su presidente, Jebb, en forzado abrazo a sus hombreras, y sin mucho miramiento se declara el hombre de Washington en Haití. ‘Soy el Karzai haitiano’ comenta en castellano con su inexplicable pero correctísimo acento, en parco homenaje al hombre de Bush en Afganistán. Pero tanto un país como otro parecen igual de ingobernables y Karzai no tiene mucho poder tras las paredes de su despacho en Kabul. Tampoco Georges parece que pueda controlar completamente lo que ocurre tras los muros de su mansión aunque le envíen un batallón de marines. Georges confía en su trayectoria política, con cierto hermano golpista que elude mencionar, y sobre todo en su visión para los negocios y en su fortuna. 

Continuará

©José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com
losmundosdehachero@gmail.com

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