miércoles, 23 de enero de 2013

Viaje a Cali: la ciudad de la rumba y de los hermanos Orejuela



El árbol de la colina de San Antonio desparrama sus raíces cuesta abajo: raíces intrincadas y enmarañadas que se anudan, se tropiezan, se molestan y acompañan, recorren nervudas la pendiente hasta desembocar en una placita donde algunos niños corren y un joven lanza malabares al aire con escaso tino. El árbol, tal pareciera, es Cali, Santiago de Cali, hermoso y exuberante, aunque tétrico y amenazador, un soberbio ejemplar que, no obstante, lanza zancadillas hacia todas partes y contra todos. El tronco original tiene la lúgubre figura del andaluz Sebastián Moyano, el fundador de la ciudad, y de su copa penden lianas que no son más que los cuerpos de los indios asesinados por sus perros mastines. Las raíces serpentean estorbándose, aquella perfila el rostro de un Orejuela, esas dos se funden en un tórrido baile de salsa en Juanchito, hay una que parece un gamín maltratado, las hay que evocan espesas nubes del dulzón humo del basuko en plata.


Cerca, muy cerca, en la loma de la Cruz, se da cita lo más heterogéneo de Santiago de Cali. Vienen estudiantes y estudiantas a ronear y acariciarse mientras se dicen cariñosas palabras al oído, y amantes sin habitación para manosearse con la ropa puesta, vienen jóvenes contestatarios con guitarras y con flautas, y artesanos que elaboran bonitos collares y pulseras y muñequitos de corteza de madera.

Hay niños que se prostituyen al mejor postor y parejas unidas por un sólo sexo, parejas que son dos ellas o bien dos ellos, hay árboles, árboles muy frondosos, y carteles que anuncian a rotulador la llegada inminente del Redentor y también carteles más elaborados que recuerdan a los caleños la importancia de no mostrarse obsceno en público y de alejar a la sagrada institución de la infancia de la pornografía y de otras conductas impropias (aunque luego las muchachitas recién salidas del colegio reciban un caudal de proposiciones indecentes...)


También hay abuelas que pasean como hacían en los tiempos de Rojas Pinilla, el único general golpista de la historia del país, y algún turista descolocado porque, siendo franco, Cali es interesante e intensa, pero turística, lo que se dice turística, no: apenas hay nada que ver más allá del hermoso barrio colonial de San Antonio, allá arriba, y de su intensa vida lúdica, allá abajo. Su centro está tan deteriorado que hay que tener mil ojos para no meterte en la calle equivocada y junto a los barrios más comerciales se abren los que aquí conocen como ollas y que no son más que calles chungas, o muy chungas, llenas del aroma dulzón del basuko, que es como le dicen aquí al crack. 'Tenga cuidado con las motos', es el sempiterno consejo, 'no se detenga mucho tiempo en las esquinas', 'cuídese y tenga mil ojos...'





Cali tiene un brillo mate, el recuerdo de un brillo intenso que se le fue con el tiempo y del que apenas queda rastro en la avenida Sexta, donde las muchachas con poca ropa y los muchachos con mucha testosterona se contonean en la más loca acumulación de bares y discotecas de la ciudad, por no hablar de Juanchito, a las afueras de Cali, donde los bares de la mejor salsa colombiana se tropiezan con los de rancheras tan del gusto de los narcos de medio pelo que aparecen rodeados de chicas espectaculares y de matones de menos de medio pelo que vacilan de revólveres como prolongación de sus propios penes (o vergas, qué carajo, no seamos ahora melindrosos). Juanchito es una institución en Colombia de tal magnitud que incluso el grupo Niche le dedicó esta canción a la Meca de la Rumba con Mayúsculas, porque Cali es salsa y decir salsa es hablar de Cali.



'En Cali se dio un fenómeno que no tuvo lugar en Medellín', me dice un amigo, 'y es que el narco lo impregnó todo, y cuando digo todo quiero decir eso, todo, y el dinero de la cocaína se esparció por la ciudad, compró supermercados y restaurantes, compró villas de lujo y apartamentos, peluquerías, negocios de licor y tugurios de mala muerte, compró políticos y policías y también compró a las chicas y a los chicos'. Con tanta inversión, Cali creció en los ochenta y en los noventa como espuma en la pista central de la mejor discoteca de Juanchito, pero con la caída del cártel Cali se fue por el sumidero de las ciudades que se quedaron a medias. Los elegantes barrios del centro languidecen tristones, surcados por grupos de muchachos ebrios en busca de diversión en los garitos de la avenida Sexta pero también por grupos de transexuales que ofrecen sus servicios bajo las arboladas avenidas, a las puertas de los comercios de veinticuatro horas, de la chifa de aquel chino y del devenir de los días. Allí una peluquería cerrada, aquel apartamento oscuro, ese otro en venta, esa manzana sin luz. Aún es posible comer el mejor chinchulín de Colombia en un restaurante argentino, todavía puede usted bailar en un sitio de moda, pero Cali languidece asfixiado, víctima de su propia burbuja, la del narco, la burbuja que en España conocemos tan bien del que se siente rico mientras salta a una piscina que no tiene agua.

Cali desde la colina de San Antonio

Cali es hoy una víctima más de los hermanos Orejuela, Gilberto y Miguel, 'El ajedrecista' y 'el Señor', nacidos ambos en el municipio de Mariquita, un nombre que mueve a risa a los ibéricos pero que es un pueblecito tan pequeño como histórico desde que muriera aquí el Adelantado Gonzalo Jiménez de Quesada, el fundador de Bogotá y uno de los conquistadores que dio brillo al mito de Eldorado. Los Orejuela levantaron un imperio basado en la cocaína y le llamaron 'cártel de Cali', un nombre que producía terror y ansiedad y tras el que se encontraba el 80% del polvo blanco que entraba en los Estados Unidos durante las décadas de los setenta y ochenta. Gilberto, conocido como 'el ajedrecista' por su astucia, se presentaba como un hombre de negocios, con ciertos tics violentos, pero de negocios al fin y al cabo. El caso es que la actividad de los dos hermanos convulsionó la región: Fernando Rodríguez, el hijo de Gilberto, vaciló en un periódico mexicano, El Universal, que el América de Cali ganó campeonatos gracias al dinero de la droga que le inyectaba su tío, Miguel, que lo compró en 1979. Nada raro en una época en la que los narcos compraban equipos enteros: Pablo Escobar manejaba al Nacional de Medellín (y hasta los invitaba a jugar con él en su prisión) y Gonzalo Rodríguez Gacha, 'El Mexicano', se hizo con el Millonarios de Bogotá. Por decir, hasta dicen que los Orejuela sobornaron a la selección peruana en el 78 para que Argentina ganara su mundial..


Del cártel de Cali hay que decir que actuaban realmente como un cártel: Gilberto era el jefe de la corporación, su hermano Miguel, José Santacruz y Pacho Herrera los coordinadores de las empresas que formaban parte del holding. De hecho, el agente de la Agencia Antidrogas de los EE.UU, William Mockler, que testificó contra los Orejuela en su juicio, comparó el funcionamiento al de la General Motors: tenían tantas sucursales que sus hombres no se conocían nunca. El cártel de Cali vendía sobre todo en Nueva York y enviaba grandes paquetes de billetes a bancos de Panamá. El movimiento de las grandes cantidades de efectivo se hacían a través de un entramado de empresas que aún hoy siguen aflorando y generando controversias. En su atribulada existencia tuvo que diversificar sus enemistades y luchar contra el propio Pablo Escobar, capo del otro gran cártel, el de Medellín. Los enfrentamientos entre los de Medellín y Cali tuvieron lugar en ambas ciudades pero también en Nueva York, con asesinatos y secuestros. Así, Pablo Escobar ordenó destruir las droguerías 'La Rebaja', una cadena de farmacias que pertenecían a los Orejuela y estos, por no perder paso, financiaron Los Pepes (un acrónimo por Perseguidos Por Pablo Escobar). Los Orejuela tenían de todo: empresas de exportación de café, comercializadoras cárnicas, constructoras, locales para su alquiler, urbanizaciones para su venta, almacenes de alimentos, equipos deportivos y hasta bancos.


Cali nació en 1536, un poco más al norte de donde se encuentra ahora, y la fundó un cordobés de Belalcázar que pasó a la historia con ese nombre, Belalcázar, triste fortuna para sus paisanos porque, además de fundar Cali, Sebastián Moyano, que así se llamaba, nos regaló los crímenes más atroces que levantaron la historia negra de la conquista española. Crímenes sanguinarios y a menudo aderezados con perros mastines que aterrorizaban a los indígenas mientras les arrancaban los pechos a ellas y las narices a ellos. Crímenes que siguen cometiéndose en las calles de Cali, en forma de homofobia galopante que ejecuta a transexuales como modo de diversión (link los mundos), o en las respuestas de las chicas trans con cuchillos y machetes, o en la alta criminalidad que se cobró durante 2012 nada menos que mil ochocientos diecinueve asesinatos (obligando al ejecutivo colombiano a enviar nada menos que mil nuevos policías), o en la penumbra de ciertos garitos nocturnos: me habló en cierta ocasión Andrés Santamaría, el defensor del pueblo de Cali, que su máximo empeño pasaba por erradicar la práctica de algunos garitos de hacer pases de modelo con niños de la calle para ofrecerlos al mejor postor sediento de carne joven y dispuesto a aflojar la cartera para encontrar goce en un cuerpo menudo.




El espíritu de Sebastián Moyano, el vil Belalcázar, aún revolotea por entre los bulevares caleños, nostálgicos de la riqueza del narco, bailongos en la ciudad de la salsa, la capital de las mujeres más bellas (coinciden los colombianos), la villa de la eterna primavera, la del fantasmal árbol que esparce sus raíces a modo de semillas invadiendo no sólo el hermoso barrio de San Antonio, con sus mariposas garcíamarquianas adheridas para siempre a los muros de las villas coloniales, sino en su loca avenida Sexta y en sus barrios populares llenos de palpitante vida multicolor y de tenebrosa y roja muerte.

Una paloma se cruzó en mi camino

José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com
losmundosdehachero@gmail.com




























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