viernes, 25 de octubre de 2013

Luis I de Acre: el emperador de la Amazonía que nació en Cádiz




Luis I nació en San Fernando, Cádiz, pero pasó a la historia como emperador de Acre, un extraño país en plena selva amazónica que languideció hasta que rompió el siglo XX. Si raro es que su historia no tenga el eco que corresponde a los imperios, más raro es aún que Luis sobreviviera a un sinfín de maridos cornudos, desfalcos bancarios, guerras en la jungla e invasiones militares y muriera plácidamente en Madrid, en 1935. Cierto es que Luis I de Acre tuvo más árboles que súbditos y la extraña dicha de llegar al trono dos veces antes de que su obra desapareciera.

Luis Gálvez Rodríguez de Arias nació en San Fernando en el seno de una familia de rancio abolengo, hijo de un ilustre marino, tutelado por un tío que fue ministro de marina y que luchó junto a Prim en la revuelta de 1868: todo parecía encauzarlo a surcar mares guerreando sobre olas. Sin embargo, su momento de gloria estuvo tan alejado del mar como del cielo, en el corazón de la selva del Amazonas, donde instauró un imperio con su cabeza al frente. Brasil y Bolivia se disputaban la extensa superficie de árboles sin otra entrada que los ríos, una región dominada por los caucheros en una época en la que el caucho comenzaba a declinar aunque aún guardaba reminiscencias de los buenos tiempos, cuando en Manaus soñaban con Caruso para cantar en su delirante edificio de la Ópera y en Iquitos construían casas de hierro diseñadas por Gustavo Eiffel.



Gálvez, simpático y vital, deambuló por Argentina y Brasil trabajando de periodista, de espía y de político, hasta que llegó al norte brasileño huyendo de deudas y líos conyugales. Una vez allí, supo ganarse el favor de ciertos caciques con los que disputar una región que debía convertirse en imperio y aglutinar a los terratenientes del caucho para impulsar un país que no tenía ni calles. Lo cuenta Marcio Souza, de manera desenfadada y caricaturesca, en su libro Gálvez, emperador de la Amazonía , un relato hilarante de aquel español que dejó el resplandor de la bahía de Cádiz por una silla imperial que habría de durarle nueve meses. Gálvez, perseguido por sus desfalcos bancarios (escapó de España por meterle mano a una caja) y de sus errores amorosos (huyó de Argentina por matar a un rival de amores en duelo) se dejó llevar por el destino, que quiso construirle un reino con el que tocarle las narices a la nueva potencia emergente, los Estados Unidos, vengarse de la derrota de Cuba y darle graciosamente al mundo un reflejo selvático de la revolución francesa, porque si en algo destacó su delirio fue en leyes de tan progresistas nunca vistas antes y de su especial inquina a los Estados Unidos, a quien llegó a declararles la guerra.Gálvez no se fue por el sumidero de la historia porque su imperio no tenía tuberías, como no tenía calles por las que desfilar un ejército inexistente ni carreteras por las que huir si alguien pensaba en deponerlo. 



La región del Acre, que así era como se conocía, no pertenecía ni al Brasil ni a Bolivia, era un cúmulo de cerros y ríos y selvas sin mayor orden ni concierto, sin delimitar y sin lengua fija, aunque el portugués predominaba sobre el español. Los bolivianos tenían destacada una guarnición mal armada y peor vestida, que el ejército de Gálvez, apenas otra guarnición peor armada aunque mejor vestida, y formada por veteranos de la guerra de Cuba, desbarató en pocos minutos. Marioneta en manos de los brasileños o idealista romántico, Gálvez, que actuó más en nombre de los caucheros que en el de la libertad, conoció en Manaus, donde trabajaba como reportero, que los estadounidenses tenían interés en hacerse con aquella zona y actuó como los héroes de las novelas que leyera en su enorme mansión gaditana. En su delirio, se creyó el vengador del desastre del 98 y de buena gana admitió su derrota a favor de Brasil, cualquier cosa antes de que su imperio cayera en manos de los norteamericanos. Los brasileños, como favor, lo recluyeron en la cárcel de Río Branco, de donde huiría para morir en Madrid en 1935.

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