lunes, 11 de junio de 2012

Viaje al Líbano: Trípoli, la ciudad ametrallada

Trípoli, la ciudad agujereada

Pierre es un cristiano maronita que regenta un hotel en el casco antiguo de Trípoli. Es un hombre amable, encantador, habla un bonito francés y le gusta charlar con el turista. Su hotel está instalado en un edificio muy antiguo y unos arcos que sobresalen de la pared dan buena fe de ello. Pierre está siempre atento a sus clientes, se arroja literalmente escaleras abajo para buscar el pan si es que eso es lo que requiere, su aspecto es monástico y no cuesta imaginarlo con una tonsura en la coronilla y una casulla de dominico. La dulce amabilidad de Pierre, sin embargo, se transmuta en cólera divina e infinita ira cuando le hago la pregunta equivocada. ¿Qué piensa de los palestinos?. Pierre parece otro, su rostro se inunda en sangre, sus ojos chupan el rubor para mudarse al rojo, Pierre estira los dedos de las manos y concluye con una frase a media voz, tranquila, suave. ‘Los odio’, me dice, ‘si por mí fuera estarían todos muertos’. La frase me taladra el hipotálamo, no cuadra en un ser de apariencia bondadosa, me desconcierta y el pobre Pierre debe de ser consciente de que su aspecto no cuadra con esa ira despertada a destiempo. ‘Han destruido mi casa en cuatro ocasiones, la última vez sólo dejaron las paredes… ¡cuántas veces he tenido que salir corriendo con lo puesto para refugiarme en el valle de Bcharre con mis familiares!’ Pierre recuerda lastimosamente sus huidas, los días de bala y fuego, las bombas, los enfrentamientos intestinos entre los miembros de la OLP con los drusos, con los israelíes, con los sirios, con los maronitas.

En Trípoli no se salvan de la metralla ni las palomas de la paz...
La ciudad da buena cuenta de ello. Las paredes son quesos gruyeres, las fachadas continúan jalonadas con ráfagas de otras épocas que se superponen a ráfagas más recientes y hasta creo ver ráfagas de épocas que aún no han venido. Parece imposible que en esas casas pueda vivir la gente pero sí, lo hacen, de aquel balcón en ruinas sobresale una silla colocada al revés y ondea orgullosa una sábana blanca, de aquella ventana con el marco roto sale un hilillo de música, una mujer se afana por limpiar el cristal de una ventana que pareciera lo único entero en todo el edificio, en aquella de más allá una familia guarda un impecable equilibrio entre escombros y boquetes. Trípoli se me asemeja a una sucesión de agujeros metido en una caja llena de agujeritos.


Como ocurre con todo Oriente Medio, Trípoli no se asombra de estas cicatrices. Hace milenios florecieron los fenicios en estas tierras, asociadas a otros nombres míticos como Tiro o Sidón, una civilización de marineros sin igual que colonizó el Mediterráneo y dejó su impronta incluso en la ciudad en la que ahora vivo, Cádiz, que ostenta con orgullo su condición de ‘Ciudad más antigua de Europa’. Los fenicios que no se exiliaron en la Tacita de Plata vieron luego llegar al imperio Asirio, y luego al Persa, más tarde a los romanos, a los bizantinos, por estas angostas calles pasaron califas árabes, los mamelucos, el rey cruzado Raimundo le puso un legendario sitio que completaron luego otros francos como Balduino I de Jerusalem, unos cruzados tan cultos y comprensivos que quemaron los cien mil volúmenes de la biblioteca de Dar Em Ilm. Y sólo de pasada nombraré a los genoveses, los mamelucos, el imperio otomano o el protectorado francés. ¿Qué ejército no ha disparado aquí sus armas?
 






Pues con tanto tiro no es de extrañar que los tripolitanos sean capaces de aguantar lo que les echen. En algunas fachadas se nota el esfuerzo por tapar los huecos de los disparos. En otras parece que nadie está dispuesto a emprender la tarea de un Sísifo tocado por la Suerte más Negra. 

En una casa me invita a un refresco Abdel, un soldado que, cuan Aracne tejiendo el lienzo de Velázquez, dispara por el día las balas hermanas de aquellas otras que no le dejan dormir de noche, tantos agujeros tiene su hogar. Trípoli es sunita en un país que roza el delirio religioso, dominado hoy el sur por los chiítas, agazapados en Bcherr los maronitas, convertida Beirut en la pesadilla del Yahvé que despotricaba contra los adoradores del becerro de oro. Y no olvidemos a los alauitas, seguidores del dirigente sirio Assad, que se enfrentan metralleta en mano a los sunitas, que son contrarios.



Los maronitas, como Pierre, están diseminados por la ciudad, rodeados de sunitas con los que no parecen llevarse mal, con las maletas hechas por si a los palestinos les da por volver. Los palestinos, mientras, viven también agazapados, en Nahr el Bared, un campo de refugiados al norte de la ciudad construido exclusivamente para ellos y destruido también exclusivamente para ellos, una ciudad delirante, con edificios a medio derrumbar, techos caídos y carreteras intransitables y llenas de escombros. Son los restos de las últimas luchas, ocurridas en 2007, cuando la guerrilla Fatah Al Islam se enfrentó a las fuerzas libanesas con escasa fortuna. A favor de Pierre hay que decir que las diferentes facciones palestinas, partidarias una de la OLP de Yaser Arafat, otras del Frente Nacional Palestino, tenían la mala costumbre de enfrentarse entre ellas a tiros, a fuego de morteros y hasta a misilazos, unas peleas callejeras en las que involucraban a toda la ciudad porque eran indiscriminadas, y que lo mismo un día te tomaban un edificio desde el que se hacían fuertes que otro día volaban una carretera porque sospechaban que pasaría un cargo contrario. 


Los libaneses acabaron hartos de esta guerra, que tuvo su mayor paroxismo en la década de los ochenta, una guerra que no era la suya, y que para más inri atraía a otros combatientes que tampoco respetaban su tierra, como los israelíes, los sirios o, más recientemente, a Al Qaeda, un despropósito que en la práctica une a maronitas con sunitas: basta de palestinos, parecen decir. Los palestinos, mientras tanto, parecen haber sido tragados por las fuerzas de la Historia, despreciados tanto por sus vecinos de religión como de ciudad, ahogados por el empuje de los chiítas iraníes, hartos de una condena que, esta sí, haría palidecer al mentado Sísifo: sin pasaporte ni país al que regresar sólo pueden luchar porque no hay a dónde huir. Las marcas, pues, siguen presentes en toda la ciudad, Trípoli, la varias veces milenaria, la agujereada, la asediada, Trípoli, tres veces ciudad, mil veces destruida, infinitamente legendaria.






























Bajo una lona, en un barrio destrozado por el fuego de mortero y acribillado por la metralla, un flamante porsche descansa bajo el sol. Su dueño sale de un bloque de viviendas ruinoso, me mira con desconfianza y cierta mala leche: estira la lona. Tal vez piense que quiero robárselo…






© José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com

































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