miércoles, 11 de enero de 2012

Las dos vidas de Gonzalo Guerrero: un maya de Huelva

Si los vecinos de Gonzalo hubieran visto el cuerpo de aquel guerrero maya muerto por un disparo en una batalla sin nombre jamás habrían reconocido al mozalbete que zarpó de Huelva dispuesto a comerse el mundo. Gonzalo lucía argollas en las orejas, tatuado su cuerpo, la piel tan tostada que parecía morisco y las barbas sucias y descuidadas. Nadie hubiera dicho que nació cristiano en Palos, que lo bautizaron como Gonzalo Guerrero y que en su otra vida fue arcabucero en la toma de Granada bajo las órdenes del Gran Capitán. Pero esa fue su primera existencia, la olvidada. La segunda vida de Gonzalo comenzó el 15 de agosto de 1511, cuando el barco en el que viajaba a descubrir y conquistar fue desbaratado por un huracán que sepultó bajo las aguas a ochocientos hombres y dejó a ocho más exangües, derrotados a merced de las olas, hartos de beber sus propios orines y, finalmente, escupidos a orillas del Yucatán.


Ocho cristianos perdidos en tierra desconocida, tierra que no constaba en los mapas porque ni siquiera mapas había de aquella zona, ni siquiera se sabía que existía esa parte del mundo y que el Almirante estaba equivocado porque aquello no era el Cipango ni tampoco las Indias. Su desconcierto sólo podía crecer y su estupor fue por poco tiempo porque de la pared selva surgen unos indios pintarrajeados que se los llevan a una granja de engorde.


La segunda vida de Gonzalo Guerrero podría haber terminado apenas en sus comienzos pero la fortuna eligió por él a cuatro de sus compañeros para que acabaran de fondo de cazuela. Guerrero ha caído en manos de los cocomes, unos belicosos mayas en decadencia después de años tiranizando al resto de etnias mayas, pero con fuerzas suficientes para devorar náufragos. El de Palos, es de imaginar que sinceramente aterrorizado por lo que está viviendo, consigue fugarse de su cautiverio acompañado de un fraile de Écija, Jerónimo Aguilar, dos atletas que huyen jungla a través hacia ninguna parte porque, recordemos, el Yucatán a estas alturas aún no ha sido descubierto por los españoles. Su huida acaba en manos de otros mayas de nombre inverosímil, los Tutul Xiúes, conocidos por sacar las tripas de los adúlteros por el ombligo y por esclavizar con trabajos forzados a sus prisioneros. El cacique local, un tipo llamado Taxmar, los observa en silencio y duda de su naturaleza: los papagayos también chapurrean así que el aprendizaje del maya no prueba nada. Pero Taxmar cree que algo hay porque los extranjeros con piel de pergamino, al fin y al cabo, mantienen conversaciones más elevadas que los loros.


Gonzalo aprende el idioma, se integra, sabe que no tiene más remedio que caer bien si quiere tener un futuro, aunque sea un futuro surrealista en un lugar del que ningún pariente ha oído hablar jamás. Hace carrera entonces en el ejército local, adiestra a los soldados en el arte de la guerra, y los adiestra bien porque Guerrero tiene tablas en esto: ha estado en la conquista de Nápoles y en la toma de Granada como arcabucero del Gran Capitán. Cruzó el Atlántico encargado de los esclavos y sabe satisfacer a los negreros. Taxmar le propone atacar al pueblo vecino, los Cocomes, los devoradores de náufragos, su primera pesadilla, los devoradores de náufragos. Guerrero acaricia su venganza: forma un ejército y les devuelve cada golpe, desbarata su ejército, destruye sus casas. Taxmar, complacido con su nuevo juguete, decide sacarle más provecho y lo regala a un cacique vecino, Na Chan Can, jefe de los Cheles, señor de Chetumal y dueño de Ichpaatun, otro mundo extraño para alguien de un pueblo de Huelva, un cúmulo de nombres pintorescos que acogen a Guerrero como toda una promesa en el arte de la guerra.


Gonzalo ya es maya. Piensa como un maya, ha aprendido a ver la vida como un maya. Asciende hasta convertirse en jefe militar, vive con su esposa, Ix Chel Can, la hija del cacique, es padre de familia numerosa. Por si fuera poco, tatúa su cuerpo, perfora sus labios, nariz y orejas. Guerrero lleva al máximo su aculturación y sus hijos son más mayas que los demás: les adhieren tablillas para que sus cabezas sean apepinadas, como marca el canon de belleza local, cuelga de las caderas de sus niños grandes péndulos para que caminen con piernas de cow boy, de sus frentes cuelgan cordeles de colores para que sean bizcos, el colmo de la belleza maya. Pero Guerrero conoció un día la llegada de sus paisanos y sintió temor. Pilotado por un vecino de su pueblo, el prodigioso piloto Antón de Alaminos, la expedición de Francisco Hernández de Córdoba desembarca en Champotón en busca de agua. Era el 4 de marzo de 1517 y los pobres conquistadores pensaban que hacían historia descubriendo tierras nuevas. Cuenta Bernal Díaz del Castillo, cronista y conquistador, que el viaje acabó en tragedia. Los españoles sufrieron un ataque que dejó muertos a cincuenta soldados y al resto huyendo heridos. Entre ellos, el mismo Hernández, atravesado por diez flechas que le causaron la muerte al llegar a Cuba. En su tierra podían darlo por muerto. Podían ignorarlo los cronistas. Guerrero había derrotado al ejército más poderoso del momento.



Pero los españoles ya han situado al imperio maya y su llegada es cuestión de tiempo. Gonzalo avisa a los suyos, los mayas, les cuenta que les harán la guerra, les esclavizarán y les quitarán cuanto de valor tengan. Lo sabe muy bien: era su trabajo. Tras Hernández de Córdoba llegan Juan de Grijalva y Pedro de Alvarado, conquistadores menores a los que también plantó cara, y, sobre todo, las huestes del mismísimo Hernán Cortés, quien, enterado de la presencia de españoles en aquella región, les envió una carta:

Señores y hermanos, aquí en Cozumél he sabido, que estais en poder de un cacique detenidos. Yo os pido por merced, que luego es vengais aquí á Cozumél, que para ello envío un navío con soldados, si los hubieredes menester, y rescate para dar á esos indios con quien estais, y lleva el navío de plaza ocho días para os aguardar. Veníos con toda brevedad.

Jerónimo Aguilar descubre que sus oraciones no han caído en saco roto. Es su momento. Acude a su amo, le promete un rescate a cambio de su libertad, y una vez conseguida busca a su compañero. Pero Gonzalo, el maya de Huelva, contesta con unas palabras míticas:

            
"Hermano Aguilar, yo soy casado y tengo tres hijos. Tienenme por cacique y capitán cuando hay guerras, la cara tengo labrada, y horadadas las orejas... que dirán de mi esos españoles, si me ven ir de este modo? Idos vos con Dios, que ya veis que estos mis hijitos son bonitos, y dadme por vida vuestra de esas cuentas verdes que traeis, para darles, y diré, que mis hermanos me las envían de mi tierra."






            
El fraile le avisa de que no pierda su alma por una india, el de Palos se ofende, es mi esposa, le dice, y su mujer, que no pierde detalle, interviene y le llama esclavo frente a su marido, que ya es hombre libre. Jerónimo se marcha hacia el lugar donde ha atracado el navío de Cortés. Los españoles lo acogen, le dan calzones y alpargatas y se convierte en el único español que conoce la lengua del lugar. Guerrero también conoce la lengua del enemigo: el castellano. Ante Cortés no recula y se enfrenta a los Montejo, padre e hijo, conquistadores hasta entonces invencibles. Guerrero estaba en las tinieblas, estratega tatuado, príncipe sin aclamar. Cuatrocientos años antes de que Joseph Conrad descubriera el Congo, y cinco siglos antes de que Francis Ford Coppola lo recreara en el Vietnam, un vecino de Huelva vivía las aventuras del capitán Kurtz. Sus soldados no temían a los caballos ni a las armas de fuego, como sí hacían los mexica de Moctezuma. Los conquistadores encontraban los pueblos vacíos y los pocos indios que capturaban repetían la misma historia: ‘el español murió’. Moriría, pero más tarde, y lo hizo en batalla, como era de esperar, y de un tiro de arcabuz, guiño de la historia a quien tanta muerte causó de arcabucero. Fueron las tropas de Lorenzo de Godoy, fundador de San Pedro Champotón y maestro de campo de los Montejo, quienes acabaron con la leyenda del maya blanco. Un maya de Huelva.




Bibliografía:

Memoria del Fuego: I Los Nacimientos. Eduardo Galeano siglo XXI Editores S.L., México    1982
Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, Bernal Díaz del Castillo
La conquista de América, El problema del otro, Tzvetan Todorov, Siglo Veintiuno Editores
AGUIRRE Rosas, Mario, Gonzalo de Guerrero, padre del mestizaje iberomexicano, ED Jus, 1975


© José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com




Fotografías: Frescos de Diego Rivera en el Palacio Nacional de México D.F




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