lunes, 29 de octubre de 2012

Viaje a Gibraltar: la mezquita del fin de Europa y mil coches debajo del mar



Si el rey saudí Fahd bin Abdulaziz al-Saud hubiera tenido el generoso gesto de edificar una mezquita en el que consideró punto más meridional de Europa unos años atrás, hubiera coincidido con un curioso desfile: el de cientos de coches viejos que molestaban sobremanera a los vecinos de Gibraltar. Pero no lo hizo, esperó a su momento, y hoy el templo se levanta bajo el Peñón y ante una gran explanada surcada por más vientos que fieles y por más curiosos que vecinos. Los aparcamientos, vacíos y sacudidos por el sempiterno levante, no dejan adivinar la tragedia automovilística que tuvo lugar frente a la piadosa mezquita unos años atrás.


En alguna parte del Estrecho yace un cementerio de coches submarino

Corría el año 1981 cuando las autoridades de Gibraltar cayeron en la cuenta de que los 7 kilómetros cuadrados del istmo ya no daban para más. Con la frontera cerrada desde 1969 y los llanitos asfixiados en su pequeño territorio, el tráfico había entrado en una dinámica suicida. Ya no cabían más coches. La guerra de baja intensidad entre el gobierno de Franco, despechado tras el referéndum de 1967 en el que el 99% de los gibraltareños se declararon ingleses, y las provocaciones de los aviones británicos sobre el vecino municipio de La Línea, a los que ponían de los nervios con sus pasadas a baja altura, terminaron con la frontera cerrada y los llanitos aislados.


Las casitas del Punta Europa tienen piscina con vistas a África

Para llegar a La Línea de la Concepción un gibraltareño debía rodear el estrecho con destino a Tánger para volver desde allí a Algeciras y desde esta al municipio lindante, donde, tras un viaje por dos continentes, casi puede tocar los pisos que veía desde la ventana de su casa. Y eso en el mejor de los casos porque el otro consistía en tomar un vuelo rumbo a Londres que evitara sobrevolar la península ibérica porque el dictador prohibió tal lid, un veto que siguió hasta hace poco. La tristeza de los llanitos se vio reflejada en el otro lado de la verja custodiada con candado porque casi cinco mil campogibraltareños perdieron sus empleos y subieron la tensión social y económica hasta un punto tal que el gobierno de Franco decidió crear un ‘polo de desarrollo’ que absorbiera la ingente cantidad de mano de obra desocupada. Con tanta prohibición, encerrados en su particular paraíso (paraíso pequeño, infierno grande’, que dice el refrán), pero con un nivel de vida muy superior al de sus inalcanzables y pobretones vecinos, los llanitos circulaban en coches modernísimos y rapidísimos, eso sí, respetando el límite de 50 kilómetros por hora, insuficiente para que los más hábiles conductores dieran rienda suelta a su destreza pero suficiente, por otra parte, para llegar de un extremo del Peñón al otro en menos de diez minutos. Y con tanta riqueza y con tantas posibilidades, los llanitos acumularon un parque móvil que era la envidia de sus vecinos (recuerden: los inalcanzables) y hasta se formaban atascos de vehículos deslumbrantes que andaban a paso de tortuga.


En 1981, según relata el maestro del periodismo español, Manuel Leguineche, en su libro Gibraltar, 'llegó a tal extremo el atasco que las autoridades se vieron obligadas a despeñar más de mil vehículos por los acantilados de Punta Europa'. Europe Point, como le dicen los llanitos, es el punto más meridional de la Roca, una zona azotada por los vientos pero que, como contraprestación tal vez, tiene unas espectaculares vistas en los días claros: el estrecho, las montañas del Rift y la bahía de Algeciras. Hoy los coches fluyen con facilidad por la colonia, colapsados tan sólo por los controles policiales de la aduana española o por los despegues y aterrizajes de los aviones en el aeropuerto del Peñón, un aeropuerto que España reclama como propio y cuyo terreno fue ganado por los llanitos a hurtadillas, adelantando posiciones cuando nadie miraba. Como ocurre hoy día en la cara oriental de la Roca con el llamado 'Proyecto Foster', que prevé, según quien lo cuente, construir más atraques para aumentar el negocio del bunkering o bien edificar apartamentos y hoteles para ganar una gran zona recreativa al mar (con el consiguiente berrinche del gobierno español, que considera suyas las aguas... y a decir verdad, también las tierras porque decenas de camiones trasladan escombros desde España casi que a diario para las labores del relleno). Los pescadores de La Línea, usuarios, o usufructuarios (según quien lo diga también) hablan del Pequeño Mónaco, como lo denominan, para explicar los motivos por los que las autoridades del Peñón no quieren que faenen en la zona. El proyecto, ya sin Fosters ni Mónacos, tiene un nombre más poético: Sovereign Bay, un nombre que es, al tiempo, una declaración de principios y que puedes ver aquí, en la página de Foster and Palmers, sus constructores.


Los rellenos del proyecto Sovereign Bay avanzan raudos
El tiempo lo dirá pero la paradoja es singular y terriblemente explicativa de la debilidad de todos los gobiernos españoles: si en un principio les arrebataron la Tierra del Peñón y más tarde el aeropuerto tierra adentro, ahora utilizan tierra española para rellenar aguas (que España también considera españolas) y aumentar el tamaño de la colonia. Gibraltar se expande, tal vez como venganza por aquellos años en los que sus vecinos estaban constreñidos en tan exiguas fronteras y miraban por las barandillas a la bahía de Algeciras como se mira un imposible.
El Estrecho de Gibraltar desde Punta Europa




Pero los tiempos han cambiado y en aquel entonces había tanto lugar en la imaginación para una mezquita como espacio hoy para vehículos en el Peñón. Volviendo al templo en cuestión, se llama Mezquita del Guardián de las Dos Mezquitas Sagradas, un nombre un tanto reiterativo para lo que no deja de ser el templo islámico más sureño del continente europeo. La costumbre musulmana de honrar los puntos geográficos tiene su intrigante interés: esta al sur de Europa, la de Casablanca como las más alta del mundo islámico, la senegalesa de Djenné como la más occidental de África, la colombiana de Maicao como la másseptentrional de Sudamérica  y hasta esta en el Polo Norte . La mezquita de Gibraltar asiste a los dos mil fieles, que más o menos residen en la Roca, y su presencia resulta curiosa tan cerca del fin de Europa. Pero mucho más curioso me resulta saber que bajo el mar, a varios cientos de metros, se encuentra un arrecife formado por chasis oxidados, volantes despeluchados, neumáticos reblandecidos y motores mohosos.


Los vehículos censados hoy en el Peñón son veintitrés mil, alguno conducido ostentosamente por Cachuli (por ejemplo), convertido ya uno de los 29.000 habitantes censados, casi un coche por cabeza, aunque menos que empresas, que son 28.000. En todo caso, un lugar peculiar, con sus bobbies y sus autobuses de dos plantas, la colonia hindú mezclada con la judía, y con la musulmana y la británica, y hasta que la local, hablando todos un espanglish con mucho de gaditano, un paraíso turístico con cartones de tabaco a menos de la mitad de su precio en España y un catálogo de productos electrónicos al alcance de muy pocos comercios españoles. 




De la ladera del lado oriental de la Roca baja un grupo de monos: saltan sobre los vehículos, juegan en las ramas de un naranjo, se acercan a los curiosos y nos miran curiosos también. Son macacos sylvanus, los únicos primates que habitan Europa en libertad (aparte de nosotros mismos, claro). Dice la leyenda que mientras quede un mono en el Peñón, Gibraltar será británico, y tan en serio se toman los ingleses este cuento que el mismísimo Churchill ordenó traer decenas de ejemplares del norte de África, sus primos lejanos (de los monos, no del gran Winston), para asegurar la descendencia. Sospechosamente cerca de las obras de relleno del pretendido Proyecto Foster, los monos se encaraman en mi vehículo y me miran desafiantes. Los imagino enfadados empujando el coche al mar para que repose con los otros cientos de herrumbrosos desechos marinos. Decido, mejor, enfrentarme a la cola de la frontera.


Mi coche atacado por un macaco llanto








©José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com

jueves, 25 de octubre de 2012

Viaje a Bogotá: en la tumba milagrosa del Santo Cervecero don Leo Kopp



Don Leo Siegfried Kopp descubrió a ojos de los colombianos la bebida por excelencia, la única que en muchas gargantas entra, la espumeante y chisposa birra, la cerveza que sus parientes producían allá en los landers de la lejana Alemania. Y el descubrimiento se colocó, para muchos colombianos, en la cúspide de las grandes ideas que en este mundo han sido, tal vez a la altura de la rueda, del pantalón con perneras o de las gafas de lejos. Don Leo convenció a sus vecinos de que la cerveza mejoraba al maíz fermentado con el que se embriagaban los varones del lugar y que los volvía idiotas (eso decía) pero con muchas ventajas que debían de considerar seriamente: era una bebida sana que ayudaba a curar las enfermedades del estómago, el insomnio, sublimaba la leche materna en las madres de lactantes, confería energía a los trabajadores y mejoraba, en general, el mundo gracias a esa chispita tan chévere que te hacía incluso bailar cuando estabas tristón. Frente a ella colocó la chicha, ese maíz fermentado del que hablaba antes, una bebida que se veía ahora como fea, producto del masticado antihigiénico de los granos del cereal, una bebida espesa y con trocitos de sabe dios qué cosa que nada serio podía oponer a la rubia bebida de los rubios alemanes. Y don Leo Siegfried Kopp, con su esposa la señora doña Mary Castello, fundaron el 4 de abril de 1889 la Sociedad Kopp y Castello, germen de otra empresa llamada Kopp Deutsche Brauerei Bavaria que hoy, con el paso del tiempo, ha perdido la complicada palabrería germánica para ser conocida, simplemente, como 'la Bavaria'.



En el cementerio central de Bogotá reluce brillante y dorada su estatua, al estilo del Pensador de Rodin, deslumbrante en su amarillo y escondida su musculosa figura tras una auténtica selva de ramos de flores. Una larga cola indica dónde yace el insigne alemán, el cervecero, una larga cola de devotos y creyentes, de desesperados, de gente con alma de cervecero, imagino, que espera paciente su turno para abrazarse a la figura del alemán y confiarle en voz baja sus secretos, sus desvelos, sus desvaríos y hasta sus aspiraciones. El rey de la cerveza cumple con sus fieles, me dice una señora, es muy milagrero y hasta consuelo presta.



Nadie hubiera pensado el 14 de agosto de 1858 en la pequeña localidad alemana de Offenbach que aquel pequeñuelo al que llamaron Leo llegaría un día a levantar un imperio cervecero a dos mil seiscientos metros sobre el nivel del mar Caribe, en lo alto de los Andes, en la ciudad de Bogotá. Y mucho menos que el tal Leo llegaría a convertirse en santo sin más religiosidad que la que confiere la ingesta exhaustiva y alegre de centenares de litros de aquel brebaje amarillo que conquistó las almas de sus vecinos. Pero así fue, porque hoy don Leo, a pesar de que lleva décadas enterrado, es un imán para los bogotanos y su estatua, de un estridente color dorado, recibe la visita multitudinaria de viudas desconsoladas, de aspirantes a un empleo, de jóvenes enamoradas, de vecinos mal avenidos, de estudiantes fracasados, de sospechosos señores de jerseys deshilachados, de aficionados al fútbol enfadados con su equipo, de cualquiera que tenga una cuita. Don Leo, alemán, judío y masón, no podía sospechar en aquel momento que su idea sería tan celebrada que su tumba sea hoy un motivo de peregrinación y que su estatua, la rechinantemente dorada, un paño de lágrimas y un altavoz hacia el otro mundo. Mientras sus paisanos judíos y masones eran vistos ya con recelo por el enano austríaco del bigotín, don Leo producía cerveza a mansalva y sus vecinos comenzaban a sentir adoración por aquel prohombre. El joven Leo llegó a Colombia con su hermano Emil, hacia el 1886, atravesando Venezuela y atraído por los cantos de sirena que el gobierno local había lanzado al mundo, esperando recibir jóvenes bien formados y  especialistas en las profesiones que triunfaban en todo el mundo pero que no eran capaces de subir las empinadas cuestas que comunicaban con la anticuada Bogotá. Don Leo Kopp llegó, miró y venció al encontrar a la atractiva joven de ojos lánguidos, la bella Mary Castello, con la que triunfó en el mundo de las bebidas espumeantes y ligeramente achispadas.

Y don Leo montó su propia fábrica, construyó casas para los obreros, levantó media ciudad para crear una incipiente red hídrica de agua potable, don Leo era simpático y cordial, generoso y alegre, tal vez producto de una melopea congénita que le hizo vivir feliz y repartir felicidad a los demás. Fuera por lo que fuera, don Leo quedó instalado entre los mitos y leyendas y realidades añoradas de Bogotá y aunque su antigua fábrica sea hoy el edificio del Museo Nacional, su estatua permanece y eso basta a los bogotanos para recordarlo como merece. Y merece rosas rojas, muchas rosas rojas, porque eso es lo que aconsejan las vendedoras de flores que hacen guardia a las puertas del camposanto, y merece susurros de enamorada, para que le consiga un buen novio, o sinceridad manifiesta, para que tu equipo golee el próximo domingo, llantos hiposos para su pariente mejore aquella dolencia. Don Leo murió en 1927, rodeado de cierto halo de santidad, y fue su hijo, Guillermo, su vecino de tumba además, quien tomó las riendas del más fabuloso negocio cervecero del país. A su familia, no obstante, siguió el conflicto de los nazis hasta Bogotá y el gobierno colombiano, siempre atento a las peticiones de Washington, expropió la cervecera, no fuera a ser que detrás de cada alemán se ocultara la sombra de un nazi en potencia.

Detrás de cada Costeña, Águila,Póker, Pilsen o Club Colombia, que en el país alcanzan la categoría de bebida básica para grandes multitudes y de imprescindibles en cualquier reunión con, al menos, una persona, se encuentra el espíritu de los Kopp y del maestro cervecero Wilhem Schmitz, los padres de aquel negocio que hoy sigue generando colas de acólitos devotos a la figura y los milagritos del Santo Padre Cervecero. 



Eso sí, no es la única tumba que en el cementerio central de Bogotá atrae a peregrinos de lo más peregrino, mira esta: la tumba de Garavito, el santo patrón de los transexuales.




©José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com














martes, 23 de octubre de 2012

Viaje a Cuba: en el mausoleo del Che Guevara de la villa de Santa Clara




El 4 de marzo de 1960, a eso de las tres de la tarde, Ernesto Che Guevara salió a toda prisa de una reunión en el Instituto Nacional de Reforma Agraria y corrió por las calles de La Habana siguiendo una gran nube blanca que envolvía, poco a poco, la ciudad. El Che temió lo peor, un atentado, pero no cualquiera: un gran atentado que, en su imaginación, podía haber destruido media isla. Cuando llegó al lugar de la deflagración, en los muelles, el espectáculo era desolador, y esto es algo más que una frase. Un bomba de gran potencia había destruido el buque francés La Coubre en pleno puerto de La Habana, al estilo de aquel Maine que también explotó sesenta y dos años atrás, en el origen de la guerra de Cuba y de la humillante derrota de España a manos de los Estados Unidos

puerto de La Habana

Alrededor del Che, sangre, miembros cercenados, hierros retorcidos y cifras: 101 muertos, 200 heridos y un número de desaparecidos aún por revelar. El sabotaje parecía claro, sobre todo porque el buque transportaba más de setenta toneladas de munición desde el puerto de Amberes, en Bélgica, aunque nunca pudo demostrarse la autoría (que todos sospechaban en la CIA). Una sospecha lógica, vista la facilidad con que penetraban las avionetas cargadas de explosivos desde los Estados Unidos y cómo ardían los campos cubanos día sí y día también. Pero el saboteador, si lo hubo, nunca pagó su responsabilidad aunque contribuyó a aumentar en el imaginario colectivo la leyenda del Che Guevara, quien se plantó a pie de catástrofe para ejercer su profesión: la de médico y prestar ayuda a los heridos. Los saboteadores habían conseguido su propósito pero, al tiempo, fueron derrotados por los caprichos de la historia: en el funeral por las víctimas, al día siguiente del atentado, un fotógrafo local, Alberto Díaz Gutiérrez, alias Korda, le fotografió serio y ceñudo mientras observaba el cortejo fúnebre. Habían creado un mito universal y Korda le dio forma en blanco y negro.

La célebre fotografía de Korda

La relación entre los Estados Unidos y Cuba era abiertamente bélica. Por ejemplo, el 18 de febrero de 1960 Robert Ellis Frost cayó de los cielos sobre el municipio de Perico, en la región de Matanzas, y su cuerpo quedó atrapado en un amasijo de hierros. Robert no volaba a pelo, como podría pensarse ingenuamente, sino a bordo de una avioneta Piper Comanche 250 y junto a él, que era el piloto, viajaba Onelio Santana Roque, un antiguo miembro de las fuerzas leales al derrocado dictador Fulgencio Batista. Robert Ellis Frost trataba de lanzar una bomba sobre una central eléctrica, en una acción de sabotaje que se repetía prácticamente a diario sobre la Cuba de Fidel Castro, cuando las defensas antiaéreas lo derribaron. 

Los norteamericanos no sólo reconocieron el bombardeo sino que criticaron que los cubanos asesinaran al agresor mientras ejecutaba su misión. Como Ellis, al menos veintiocho norteamericanos murieron en los primeros meses del gobierno de Castro, derribadas sus aeronaves, interceptados ellos mismos mientras saboteaban recursos estratégicos o fusilados al hallarlos en grupos de contraguerrilla. Las acciones iban desde los ya conocidos intentos por asesinar a Fidel Castro (o hacerle perder la barba, en uno de los más peregrinos) a incendios y bombardeos de pueblos, de cañaverales, de escuelas, de centros sociales y de salud pública, descarrilamiento de trenes y secuestros de aviones, y hasta atentados con bombas en hoteles.


Por ejemplo: el 28 de enero de 1960 un avión CN-325 procedente de los Estados Unidos bombardeó el municipio de Chambas, en Ciego de Ávila, destruyendo quince millones de arrobas de caña de azúcar recién cortada. Los aviones cruzaban el estrecho de la Florida prácticamente a diario con ánimo bélico. Eso sí, los objetivos eran, sobre todo, civiles: el 18 de febrero quemaron los cañaverales de Cifuentes, en las Villas, el 23 del mismo mes ardieron seis millones de arrobas de caña en el municipio de Santo Domingo, también en las Villas, y el 4 de marzo cayó fósforo vivo sobre Aguada de Pasajeros, en Cienfuegos, que arrasó medio millón de arrobas de caña, el mismo municipio que vio arder las casas de siete campesinos días después. Los años pasaban y los atentados seguían sin aflojar la intensidad: el 13 de noviembre de 1966 cayeron tres bombas sobre la fábrica de abonos 'Frank País', al oeste de la bahía de Matanzas, a principios de 1968 un avión lanzó napalm en el plan cañero 'Ziskay' dejando un millón ciento cincuenta mil arrobas de caña calcinados... La lista es tan larga que se hace aburrida y se extiende a lo largo de las décadas con una dinámica curiosa: conforme pasa el tiempo la cantidad de atentados no decrece aunque sí cambian los objetivos y se pasa a dañar intereses cubanos fuera de la isla (se supone que organizaron mejor las defensas interiores)



La lista de atentados sobre la isla de Cuba es tan larga como aburrida: puedes verla aquí, en la lista de atentados sufridos por Cuba. Claro que como nada es verdad ni mentira sino una distorsión del cristal a través del que se mira, en esta otra página consideran que los norteamericanos muertos en tierra cubana no eran terroristas sino patriotas que encontraron la muerte a manos de despiadados asesinosLa escritora, y diplomática, colombiana Clara Nieto recoge en su libro Los amos de las guerras, una exhaustiva relación de las intervenciones norteamericanas en la isla (y en otros lugares de interés, como Nicaragua).

Mausoleo y conjunto museístico sobre el Che Guevara en Santa Clara, Cuba, con el Che al fondo
La estatua del Che, de un bronce que destiñe

Armas de doble filo, los atentados, como decía al principio, contribuyeron a crear un mito popular y fácilmente identificable, el Che de Korda, el Che que hoy honran en su tumba de Santa Clara, el Che como paradigma del guerrillero total, el remedo de Emiliano Zapata que está dispuesto a morir en un bosque antes que engordar el culo sentado en un despacho. Un mito con el que se podrá estar de acuerdo ideológicamente o no, pero que ha tomado la delantera a otros mitos y ahora hay quien le lleva velas en la selva boliviana pensando incluso que es un santo milagrero



detalles del mausoleo del Che

En el municipio de Santa Clara, donde el argentino derrotó a las tropas de Fulgencio Batista antes de entrar en La Habana, descansan los restos del carismático comandante tras la repatriación de su cadáver desde Bolivia en 1997. El mausoleo, amplio y diáfano al estilo grandilocuente tan del gusto de los Castro, consta de una estatua del Che esculpida en bronce de siete metros de altura y adornada con su famosa frase, 'Hasta la victoria siempre', conocido como Memorial Ernesto Che Guevara y construido en 1988 al cumplirse el treinta aniversario de la famosa batalla de Santa Clara. Junto al Che, sus veintinueve compañeros caídos en la emboscada boliviana, sus rostros moldeados en arcilla, algunas de las frases del argentino esculpidas en el frontal. En los dos mil metros de explanada dicen que caben ochenta mil personas a las que imagino vociferantes agitando banderitas blanquiazules, aunque el día que yo estuve no había un alma (más allá de la guardia vigilante). Ernesto Che Guevara otea el horizonte, con su clásica boina calada, al estilo de la foto de Korda, pareciera volver de la catástrofe del buque francés. Pero no, el momento de La Coubre ya pasó, el buque regresó a Europa a duras penas, lo repararon para venderlo y navegar bajo bandera chipriota, su nombre borrado y conocido desde 1972 como el 'Barbara'. Con el buque flotando, las víctimas enterradas y los saboteadores de rositas, tan sólo la foto de Korda nos recuerda la importancia del momento: Cuba vivió una guerra de proporciones bíblicas y un fotógrafo sacó un mito del momento más desgarrador. El resto deja una sensación de parque temático tropical, como les ocurre a los memoriales de todo el mundo.





 ©José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com









Donativos

Publicidad