miércoles, 30 de mayo de 2012

Manuel García era un tipo sediento de amor y padre además del niño Rubén





Manuel García era un tipo sediento de amor y encontró entre los brazos de Rosa Sarmiento el consuelo a su afán. Los amores fueron un escándalo porque Rosa era sumamente bella pero también algo más: su prima. Cuando el vientre de doña Rosa dejó adivinar que los escarceos habían dado paso a lo evidente, la propia iglesia no tuvo inconveniente en emitir las dispensas necesarias para que la criatura tuviera un hueco en la rancia sociedad criolla del centro mismo de América. 

Aún no había parido doña Rosa cuando se le encendieron las sienes y gritó al embaucador: ni una más. Manuel García era un tipo sediento y apagaba su sed en las cantinas noche sí y noche también, pero tenía afán de amor, como dije, y para esa lid frecuentaba a las señoritas de pago de su ciudad. Doña Rosa, avergonzada, abandonó a su marido, pues tal era, y se fue a una villa cercana, la de Metapa, donde parió en 1867 a un bebé al que llamó Félix Rubén. Su huida no sirvió de mucho porque Manuel, sediento de su mujer, volvió a encontrarla y le dejó de recuerdo otro embarazo y otra sarta de disgustos en las cantinas y los burdeles no explorados de su nueva residencia. Doña Rosa, ofuscada hasta decir basta, huyó nuevamente, esta vez al amparo de los suyos, refugio seguro porque su tía Bernarda había unido su vida a la de un coronel del ejército y los coroneles del ejército de Nicaragua de esa época no admitían bromitas. En esta eterna escapada, el niño no sabía ya a quién llamar padre y su cabeza terminó de liarse cuando doña Rosa, despechada pero aún bella, conoció a otro hombre y se marchó a vivir a Honduras. Rubén García supo al menos que a la familia de su padre le decían los Darío y en un arranque de esa melancolía que lo acompañó siempre, dijo llamarse Rubén Darío. Al amparo de sus tíos abuelos, Rubén conoció a su padre pero no quisieron que llegara involucrarse en su vida y le dijeron que era su tío, y así lo llamó: tío Manuel.


            Según el poeta almeriense, Francisco Villaspesa, íntimo amigo de Rubén cuando ya era Darío, el tío Manuel, tras el que se escondía el padre Manuel, trajo sus malas artes de don Juan de su tierra de origen, Ohanes, en Almería. Villaspesa nació en Laujar de Andarax, en plena Alpujarras, y sintió tanta devoción por el poeta Rubén que dedicó su vida a propagar la buena nueva del modernismo literario y a anotar los recuerdos de la vida del desafortunado niño Rubén. Francisco se erigió en portavoz de su amigo nicaragüense, su más enérgico representante, involucró en su lucha modernista al mismísimo Juan Ramón Jiménez y le regaló al mundo la más extraña historia de la vida de Rubén Darío: su padre era de Almería.



Ayuntamiento de Ohanes, Almería: Ayuntamiento de Ohanes
La vida de Rubén Darío escrita por él mismo, Rubén Darío, biblioteca Ayacucho, 1991


© José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com

lunes, 28 de mayo de 2012

Viaje al Líbano: el indestructible castillo de Beaufort

La torreta de vigilancia aún se mantiene en pie, con la bandera de Hezbollah y el rostro de Nasrallah, su líder supremo

Supongo que el soldado que apretó el botón que voló el castillo de Beaufort el 24 de mayo del año 2000 no pensó en el rey Fulk, aquel monarca de Jerusalen que conquistó la fortaleza del príncipe Reynaud, ni en el imperial Saladino cuando aterrorizó a los cristianos, ni sintió el aliento de los romanos y bizantinos sobre cuyas ruinas se había edificado el edificio, ni debió de sentirse agobiado por el nombre francés de la magnífica fortaleza que se elevaba ochocientos metros en una tierra pelona y triste desde el lejano año de 1135. Pero el soldado lo hizo, apretó el botón, y una poderosa explosión derrumbó aquellos muros milenarios y con ellos los ecos de conversaciones entre cruzados parapetados contra las paredes mientras resistían las embestidas de los ejércitos mamelucos, las sombras de soldados templarios en defensa permanente de los peregrinos que acudían a Tierra Santa, la sed de venganza que sació Ahmad Pasha al Jazzar contra las revueltas chiítas del siglo XVIII.



El río Litani corre pasmoso desde los tiempos de los cruzados sin prestar mucha atención a los desvaríos humanos


Cuando la última muralla cedió a la onda explosiva de la bomba hebrea cayeron también los murmullos de Fakr Al Din II, el héroe druso que luchó por su independencia contra el poderoso imperio otomano, y cedieron paso las cicatrices que dejó el terremoto de 1837. Con cada batalla el castillo de los cruzados perdía ladrillos, colmataba sus fosos, derruía almenas y difuminaba su plaza de armas, derrumbaba las mazmorras y hundía garitas y barbacanas. Su aspecto cambiaba: ora más joven, ora más viejo, ora reluciente y con la cara lavada, ora arruinado y por los suelos. A mediados de los años cincuenta, el gobierno del Líbano invirtió algún dinero en rehabilitarlo para dedicarlo al maná universal de la economía, el turismo, pero no contaba con que la Tierra Santa no tendrá un minuto de paz por orden expresa del mismísimo Yahvé. Las guerrillas palestinas vieron en sus almenas la catapulta necesaria para atormentar a los que consideran usurpadores de sus casas en lo que ellos aún llaman Palestina y el castillo, con sus achaques y sus historias, volvió a la vida para lanzar muerte al otro lado de la frontera.

Al fondo, Galilea, según los israelíes, Palestina, según los palestinos

En junio de 1982, el ejército israelí invadió el Líbano en una operación mayúscula llamada Paz por Galilea que devolvió a los envejecidos muros del castillo un brillo de juventud y de buenos tiempos: es decir, más guerra. Sobre la castigada fortaleza sobrevolaron airados los F16 israelíes y sobre el castigado bastión cayeron bombas que pusieron pies en polvorosa a los guerrilleros de la OLP. Los soldados hebreos, dueños ahora de un edificio al que sólo faltaba la fe judía en su catálogo de inquilinos, levantaron nuevas fortificaciones, habilitaron el interior para intendencia y lo enseñorearon durante dieciocho años. En el año 2000, los israelíes abandonaron el país, el castillo y la guerra eternizada, el Vietnam hebreo, la sangría constante, pero antes decidieron que el castillo que les había servido de acuartelamiento debía explotar por los aires y llevarse por delante los malos momentos, el constante asedio que sufrieron sus sufridos reclutas, las balas misteriosas y los hostigadores invisibles que han quedado reflejados en esta película: Beaufort, la película



‘Lo volaron para que no quedara constancia del centro de torturas que habían montado dentro’, asegura sombrío el taxista que me sube desde Nabatiye. Los israelíes dicen otra cosa: fue necesario destruirlo porque su posición amenazaría nuevamente a las poblaciones del norte de Israel. Todas las razones me parecen lógicas: ¿quién permitiría que desde aquella posición bombardearan a los tuyos? ¿Cómo no bombardear esas poblaciones que tú consideras tuyas pero que están en manos de otros? ¿Cómo dejar evidencias de que montamos un grupo de torturadores que atormentaba a los guerrilleros enemigos? ¿Cómo no tratar de mentir acusando de torturadores a los que nos han invadido? 




Lo único cierto es que el castillo de Beaufort voló por los aires, a pesar de las protestas del gobierno libanés, quien casi suplicó que no le destruyeran uno de sus atractivos turísticos en un país totalmente arrasado tras casi veinte años de ocupación, y a pesar de las protestas de la ONU, y de la comunidad internacional. El 24 de mayo del año 2000, un soldado israelí apretó un botón y un castillo milenario encaramado sobre una colina a tiro de piedra de la frontera libanesa israelí saltó por los aires.




En realidad, nada nuevo bajo el sol. Nada que no hicieran antes romanos y bizantinos y cruzados y árabes y drusos y mamelucos y otomanos y hasta el colérico Yahvé con sus temblores de tierra. Pero Beaufort es indestructible. Sobre su punto más alto, acribillada a balas, una garita permanece erguida, oxidada y orgullosa: sobre su herrumbroso tejado de metal ondea amarilla la bandera de Hezbollah. Los que faltaban en la larga historia de este montículo, me digo, los chiítas financiados por Irán. 


Nabatiye desde el torreón de Beaufort: desde aquí lo bombardeaba y aquí llegaban los disparos de la OLP
Tumba de un guerrillero de Hezbollah en la ciudad de Tiro



Nuestro chófer sube a la torreta de vigilancia, acribillada a disparos, señala al fondo, ‘desde aquí los israelíes bombardeaban Nabatiye’, asegura extendiendo la mano, imita el sonido de una metralleta, su gesto sombrío se oscurece aún más, Nabatiye se asoma allá, al fondo. 

Nabatiye desde el castillo de Beaufort


Más allá se adivina el Mediterráneo, aquello parece Galilea, el río Litani brilla en medio de su pedregal. La bandera amarilla de Hezbollah sigue ondeando en su torreta y yo me pregunto que quién la cuida, la mima, quién la coloca tan alta y quién la arría cuando sopla fuerte el viento. ‘Los guerrilleros’, dice el conductor, ‘están por ahí, no los vemos pero ellos a nosotros sí...’ Beaufort, mientras, sigue a lo suyo, espléndido en su ruina, corona de la región, esperando incólume y casi indiferente su próxima resurrección y su próxima muerte, su ciclo vital, su destino y su condena.






©José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com





martes, 22 de mayo de 2012

Juan Van Halen: el vecino de San Fernando que fue general en tres ejércitos




Juan Van Halen no lideró ninguna banda de heavy metal, como podría torpemente pensarse al leer su nombre, sino que protagonizó un hito sin igual hasta hoy en los ejércitos españoles. Este cañaílla, nacido en San Fernando a finales del siglo XVIII, alcanzó el grado de mariscal de campo en el ejército de España, el de teniente general en los ejércitos de Bélgica y el de Mayor General en el Ejército del zar de Rusia: General en tres países. Tanta actividad sólo tuvo una explicación: conforme mejor militar conseguía ser, más liberal se sentía y menos querido era por sus superiores. A pesar de que fue uno de los artífices del levantamiento contra los franceses, que navegó junto a Gravina y batalló en Trafalgar y que se distinguió luchando contra todos, pronto llegó a la conclusión de que José, el Pepe Botella de los relatos, era mucho más cabal que el vil Fernando VII y cambió su parecer para acompañar al roi francais incluso en su vuelta a Francia, donde llegó a intimar con el mismísimo Napoleón.

Bahía de Cádiz con San Fernando al fondo


Juan Van Halen, vencido y desarmado el ejército franchute, volvió a su país, España, con la esperanza de haberse equivocado al elegir a Pepe, el Botella, y de que el Borbón no fuera tan terrible como sospechaba: las cortes españoles, conocedoras de su valía, le aceptaron nuevamente bajo su regazo, le concedieron vítores y honores y, en un descuido, lo metieron en la cárcel porque el rey, don Fernando, tenía largas muchas cosas y entre ellas, la memoria. Juan Van Halen comenzó así un rosario de encarcelamientos y libertades, ora intercedía por él un alto cargo militar y ora lo volvían a enchironar por sus conspiraciones con el general Torrijos, liberal como él y contrarios ambos al desagradable absolutismo de Fernando, el VII. Entre celda y celda, Juan fue nombrado teniente coronel como desagravio y luego despojado por masón y liberal. Harto de tanto bamboleo, Van Halen se escapa de prisión para poner rumbo a San Petersburgo, donde tenía algún ilustre conocido. Y tanta era su fama que al poco de llegar el mismísimo zar Alejandro I lo nombra Mayor General de su ejército y lo envía al Cáucaso, donde se mete en faena y logra otros dos hitos inauditos en un extranjero: la orden de San Jorge, máxima condecoración del imperio por valor en el combate, y la de San Vladimiro, que lo convertía de facto en un noble ruso. Aún resuenan en los actuales territorios de Rusia, Georgia y Armenia los mandobles del gaditano, o en sus guerras del Daguestán a las órdenes del legendario general Yermolov, pacificador de Chechenia, o asesino de chechenos, según se mire, y héroe contra Napoleón, general que sirvió de inspiración al gran Pushkin, el más grande escritor en lengua rusa. Con semejante jefe, el de San Fernando sólo pudo aumentar su fama y su curriculum, pero su nerviosismo vital le jugó una mala pasada: Van Halen soñaba con volver a España y tomar parte de la revuelta liberal de Las Cabezas de San Juan, en Sevilla, junto a su amigo el general Quiroga y el mítico Rafael Riego, el del himno: Himno de Riego

Tbilisi, capital de Georgia, donde Juan Van Halen tuvo su base en las campañas del Cáucaso


Cuando el zar Alejandro se enteró de esta aspiración lo mandó a la frontera con Austria y le dijo que ni se le ocurriera volver: el zar sentía punzadas cuando escuchaba la palabra liberal y lo hubiera colgado de buen gusto pero, recuerden, era héroe de guerra y amigo de Yermolov, quien lo despidió con lágrimas en los ojos. El enérgico Juanito consiguió llegar a España en pleno Trienio Liberal pero no le duró mucho la alegría porque tuvo que elevar nuevamente su espada, ahora contra el ejército francés de los Cien Mil Hijos de San Luis, que acudieron prestos a la llamada de auxilio del vil Fernando VII, un ejército que prometió machacar a esos liberales tan revoltosos y restaurar un gobierno como Dios manda. El monarca, llevado hasta Cádiz como rehén, prometió a los liberales llegar a un acuerdo con los franceses, acabar con las hostilidades y respetar la constitución de 1812 pero en cuanto se acercó al ejército galo se cambió de bando y redobló sus esfuerzos por aplastar a todo lo que oliera a liberal. Y claro, el pobre Van Halen tuvo nuevamente que hacer las maletas y emigrar, ahora a América, donde deambuló de puerto en puerto para acabar dando clases de español en la ciudad de Nueva York. Pero tanta experiencia no podía pasar desapercibida durante mucho tiempo y fue el ejército de Bélgica el que terminó por llevárselo al huerto: en 1830 participa en la guerra de la independencia contra los holandeses y un año después, ya como teniente general, se va a hacer la guerra con bandera belga para defender a los liberales de Portugal. Su fama se extendía ya por todos los ejércitos de Europa, había combatido casi con todos y contra todos, y tuvo que morir el vil Fernando VII para que, por fin, pudiera volver a España y entrar a formar parte de su primer ejército, pero no como leyenda apoltronada sino como hombre de acción que se lió a guerrear contra los carlistas. Su fama traspasaba fronteras y provocaba grititos de admiración así que la misma corona terminó por adoptarlo como ‘gentilhombre de cámara’ de la reina Isabel II. Una vida que fue más una aventura constante y frenética que otra cosa y de la que lo que más extraña fue su final: plácido, tranquilo, casado en segundas nupcias con una joven, en su hogar de Cádiz, a los setenta y cuatro años, encargado de algunas salinas y haciendas en la bahía de Cádiz, con varios tomos de sus memorias triunfando en Europa, un abuelo que preparó su tumba en el panteón familiar del Puerto de Santamaría…


Juan Van Halen, el oficial aventurero
Pío Baroja, ediciones EDAF, 1998, Madrid

Dos años en Ruisa, redactada a partir de las memorias de Juan Van Halen
Valencia, Imprenta de D. José Mateu Garin, 1849

© José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com

domingo, 20 de mayo de 2012

Viaje a la República Dominicana: El obispo de Ubrique que retó a Trujillo





Fray Leopoldo María de Ubrique
En 1914 llegó a la República Dominicana un fraile que dijo llamarse Fray Leopoldo María de Ubrique. Dejó atrás a su otro yo, el primero, Francisco Panal Ramírez, aunque la historia lo recordará con un sencillo Obispo Panal. Durante sus muchos años en la isla de La Española conoció la pobreza del Caribe, el eco de los taínos en los ojos de los mestizos y la triste suerte de los negros arrancados del continente africano para morir deslomados en las fincas de bananos. Vio también cómo crecía Rafael, un capitán de buena familia que empeñó su juventud en lograr el poder y el resto de su vida en recordárselo a los demás. Fray Leopoldo debió de estremecerse con las matanzas que el dictador ordenó en la frontera con Haití, una orgía de sangre que dio sentido a su escenario, al río Masacre que separa a los dos países. Fray Leopoldo lamentaba los modos de un dictador que veía en la República una finca y en sí mismo a un esclavista de siglos atrás. Y más debía estremecerse cuando Trujillo acudía puntual a comulgar sus sagradas hostias bañadas en la sangre de sus oponentes, en la de sus víctimas y en la de las vaginas de un patriarca en su otoño devorador de vírgenes.

Por eso, el fraile que salió de Ubrique décadas atrás se convirtió en el abanderado de la oposición, más por la piedad que se le supone a un fraile que por la convicción de sus jefes de Roma. Fiel aliado de los poderes más reaccionarios, Trujillo gozó de la amistad de Franco, de los papas en la gran iglesia que es el Vaticano y de la curia local. Hasta que fray Leopoldo, convertido ya en el obispo de la Vega, se permitió hincarlo de rodillas en una misa. Aquí se me arrodillan todos, pidió el ubriqueño, y cuando digo todos, digo todos, así que querido Jefe, arrodíllese. Trujillo, de rodillas, no podía creer que él, el hombre que todo lo domina, y cuando digo todo incluyo al mismo Dios, estaba hincado en el suelo como una de esas beatas que tan buenas nietas les proporcionaban. Y sobre todo para escuchar cómo 'ese españolete hijo de puta', como le llamó a voces, le echaba en cara el respeto a los derechos humanos.


El 25 de enero de 1960, los cinco obispos de la República Dominicana, encabezados por Fray Leopoldo y el norteamericano obispo Reilly, leen una carta pastoral en la que denuncian la tiranía, los presos políticos, las torturas sistemáticas, los crímenes sin número. El Obispo Panal debía esperar que le pasara lo que le pasó. Trujillo duda entre enviarle un escuadrón de matones o expulsarlo del país por su propia seguridad. Encuentra la solución en una mascarada propia del chivo que describe Vargas Llosa. En mitad de una misa irrumpieron varias mujeres medio desnudas pidiéndole explicaciones por los hijos que el religioso les había hecho, sus feligreses se movilizan contra las meretrices, los hombres del general les apalean.


El Obispo Panal con Trujillo (http://www.radioluzvirtual.com/mons_panal_arrodilla_a_trujillo.asp)

Trujillo movilizó toda la maquinaria para extirpar a los molestos granos que le impedían conseguir el único título que faltaba entre sus chorreras: Benefactor de la Iglesia. La radio nacional explicó el cambio de nombre del gaditano: lo persigue la interpol. Las lenguas de los ecos del general sembraron de dudas las esquinas: la casa parroquial es un lupanar de beatas lujuriosas. A partir de ahí, el infierno en vida. Una carga explosiva revienta la furgoneta del religioso, su casa sufre una lluvia de animales muertos, aguas negras, pintadas soeces. El obispo Panal debía recordar con nostalgia la calle de la Palma de su Ubrique natal, donde pasó su infancia admirando la celda del beato Diego José de Cádiz, que tanto fervor le impulsó en sus primeros años. Rafael Leónidas Trujillo, tan ampuloso como su propio nombre, murió asesinado un año después de aquel manifiesto de los obispos. El obispo Panal le sobrevivió nueve años y pudo digerir la ira del dictador al calor de los suyos, que lo vieron ya para siempre como un héroe en la isla.

Bibliografía:
1.       Francisco Panal Rodríguez, Ubrique, Cádiz, 20 septiembre 1893, Santo Domingo, República Dominicana, 1970
Diario Hoy, República Dominicana, entrevista a Monseñor Tomás abreu: http://www.hoy.com.do/areito/2005/2/18/37012/print
Obispo Panal, un hombre comprometido: Ubrique - Concepción de la Vega, 1997, Sevilla : El Adalid Seráfico



© José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com



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