jueves, 15 de diciembre de 2011

Viaje a Colombia: en un campamento de las FARC




En el mes de enero de 2001 compré un billete de avión en el aeropuerto de Eldorado, en Bogotá, Colombia, para que me trasladara a un santuario terrorista. Nunca pensé que llegar al corazón del mal fuera tan fácil. Porque, a juzgar por las informaciones en medios periodísticos de todo el mundo, el grupo con el que iba a encontrarme estaba formado por sanguinarios asesinos que negociaban con drogas, secuestraban personas inocentes y asesinaban a discreción sin sentir remordimientos por sus crímenes. Sin embargo, en el mostrador de la compañía SATENA pedí un ticket para que el vuelo 9661 me trasladase a San Vicente del Caguán, capital de la guerrilla de las FARC, y la amable azafata me lo vendió sin problemas. Es más: una vez aterrizado en la región sin ningún contratiempo, un taxista me condujo sin dudar un solo momento a mi destino: la oficina de las FARC. Para terminar de situarnos en un mundo al revés, la ‘camarada’ Olga nos recibe, a mí y a dos periodistas más, con un café de pucherete que dos guerrilleros calentaban en un desabrido patio trasero de ladrillo visto y nos pide amablemente esperar al vehículo que nos habrá de llevar al campamento central. Todo muy aséptico y educado como para esconder al monstruoso grupo terrorista del que todos hablan.


Oficina de las FARC en San Vicente del Caguán


Y, sobre todo, de muy fácil acceso, casi del ministerio del interior al centro del terrorismo en puente aéreo. Tan fácil que en la entrada de la oficina merodeaba Lucas Iguarán, ‘el cantor de la guerrilla’, un conocido autor de vallenatos que lucía su traje de camuflaje mientras seguía con la vista el lento descender de una iguana de un árbol: ‘tenemos prohibidas comerlas pero qué buenas están las hijueputas’…




(Lucas Iguarán también siguió el rastro de tantos guerrilleros y en 2008 cayó muerto en una emboscada)


El 9 de abril de 1948 un pistolero disparó a Jorge Eliecer Gaitán, que entonces era el candidato liberal a la presidencia de Colombia, sin saber que con ello no sólo asesinaba a uno de esos raros ejemplos de prohombres que se dan muy de cuando en cuando sino que convertía a su país en una sucesión de violencias mucho más desastrosas que las que estaba acostumbrada a vivir. Porque Colombia, para su desgracia, arrastraba una historia de rencillas políticas aderezadas con ajustes de cuentas, masacres sindicales, bandolerismo rural y gangsterismo de corbata que ese crimen utilizaría como gasolina para hacer arder el país entero durante larguísimas décadas.

El Plan Colombia fue ideado por los EE.UU para apoyar al gobierno colombiano en su lucha contra las guerrillas

Gaitán fue en vida un populista de discurso eléctrico que agitaba a la masa con un calambre colectivo que despellejaba a los más pudorosos. Las fotos de Gaitán nos dejan el retrato de un hombre enérgico, repeinado hacia atrás y de larga nariz. Una instantánea repetida en los libros de historia lo muestra ya cadáver, tumbado en una camilla y rodeado de médicos que se afanan por aparecer en una imagen que presumen histórica, el flequillo despeinado, el rostro esforzado en una triste mueca de estupor. Su muerte frenó una carrera fulgurante que comenzó dos décadas atrás, en 1928, cuando los militares colombianos se pusieron al servicio de la odiada United Fruit y asesinaron en la región del Magdalena a un número de braceros que aún hoy genera acaloradas discusiones. Hay quien habla de mil jornaleros muertos por atreverse a cuestionar las duras condiciones laborales que les imponían los señores gringos en las grandes plantaciones de bananos. Los charcos de sangre dibujaron letras en el suelo a las que sólo supo dar forma el nobel de literatura, Gabriel García Márquez, para escribir su más célebre libro, Cien Años de Soledad, y dar por inaugurada la temporada de masacres contemporáneas y el realismo mágico colombiano. La fama de Gaitán creció como la espuma con su encendida defensa de los indefendibles y se ganó, como cosa evidente, la crítica del partido conservador, que lo veía peligroso para sus intereses, pero también del liberal, el suyo propio, que lo consideraba fuera de control. Gaitán, cosas de la historia, se dirigía aquel fatídico 9 de abril de 1948 a encontrarse con un joven estudiante cubano que quería conocerlo en persona: Fidel Castro.



La muerte del enérgico Gaitán removió el país hasta un nivel de demencia y tanta sangre se derramó que los historiadores colombianos denominan a aquella época, por consenso y sin pudor, ‘La Violencia’. Bogotá ardió por los cuatro costados, los edificios, la mayoría de madera, quedaron reducidos a cenizas, ardió la sede de gobernación, la nunciatura apostólica y los conventos de las hermanas dominicas, ardieron las joyerías, los almacenes, los soldados ardían en deseos de disparar pero no sabían a quién y unos disparaban a la multitud encolerizada y otros disparaban a los compañeros que disparaban a la multitud encolerizada. Los liberales acusaban a los conservadores, los conservadores acusaban a los comunistas, los comunistas a la CIA y éstos buscaban en el mapa dónde estaba esa Bogotá tan bullanguera.

Mientras, perdido en la selvática región del Quindío, un leñador serio y con cara de triste llamado Pedro Antonio Marín se preguntaba cómo sacar algo más de dinero al surtido de mercancías que quería colocar en algún comercio de su vereda. Pedro Antonio, un jovenzuelo sin mucho mundo, veía la política como un negocio de señores letrados, esos tipos que aparecían de vez en cuando por los caminos embarrados quejándose del lodo y de la humedad, y si tenía el carnet del partido liberal era más por influencia familiar que por convicción propia. Pedro Antonio, el muchacho circunspecto y taimado que tenía fama de honrado y buscavidas, estuvo a un tris de perder su trasero y su flequillo porque en uno de sus viajes de negocios descubrió a unos grupos muy organizados descuartizando a sus posibles clientes. Huyó al monte y comprendió que la muerte de Jorge Eliécer Gaitán había dinamitado el país y que los conservadores perseguirían liberales allá donde estuvieran sin darles posibilidad de nada más que de encomendarse el Supremo Hacedor antes de perder miembros y aliento.

Campamento de las FARC

Y Pedro Antonio juntó a sus catorce primos, les arengó en un improvisado liderato por el que nadie habría apostado jamás y formó el germen de lo que más tarde habría de conocerse como Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, las FARC. Sus primeros pasos los dio en El Davis, un campamento campesino unido por la desesperación y atemorizados por los asesinos que peinaban la selva buscando liberales. Pronto supieron que esos hombres se hacían llamar ‘Los Pájaros’ y que no los perdonarían si los hallaban en su rudimentario campamento. Pedro Antonio, además de brazos fuertes de leñador, tenía una extraordinaria puntería y pronto le pusieron un mote, que no apodo: Tirofijo. Un apelativo que le molestaba sobremanera y que cambió por un alias, que parece algo menos ofensivo: Manuel Marulanda, el nombre de un sindicalista torturado hasta la muerte por la policía de Bogotá en plena represión de La Violencia.

Y así surgió la sagrada trinidad de la guerrilla colombiana: Pedro Antonio Marín como el Padre, Tirofijo como el espíritu que santificaría cada disparo, Manuel Marulanda como el Hijo que redimiría de los pecados al campesinado colombiano. Con su triple personalidad, y la extraordinaria habilidad para esquivar retenes militares, bombardeos y encerronas, la fama de Tirofijo creció hasta convertirse en algo más que un simple campesino enfadado con el mundo. El gobierno decidió que su rival tenía que ser comunista y Marulanda, el Hijo, aceptó el envite: sería comunista, aunque no supiera muy bien qué era eso.

Luis Edgar Devia, alias Raúl Reyes, lee el periódico en su refugio del Caguán

Luis Edgar Devia nos recibió en plena noche, saliendo de la selva con una ligera preocupación por el retraso, (casi cinco horas de trayecto por lo que antes fue una selva y ahora no más que un pastizal salpicado de ganado), nos acompañó a una precaria cabaña y abrió una botella de Amaretto en nuestro honor. Luis Edgar Devia era el alias de Raúl Reyes y las autoridades colombianas lo describían como el administrador del dinero recaudado por las FARC en materia de secuestro, extorsión y narcotráfico. Con orden internacional de búsqueda y captura por terrorismo, sedición, secuestro y asesinato, responsable de acciones terroristas en las regiones del Putumayo, Huila y Caquetá, Luis Edgar no tenía más alias que Raúl, Reyes, y tal vez por eso era segundo, y no primero, como Marulanda, que sí tenía mote y alias. Veterinario de profesión, según me aseguró, se integró en la guerrilla en los años setenta y desde entonces su carrera era fulgurante en la organización. Tanto que, además de la INTERPOL, lo buscaba la justicia norteamericana como cabeza de un cártel de narcotraficantes y su cabeza tenía un buen precio a pagar por el gobierno colombiano. Sin embargo, parecía una persona ensimismada, más que ausente, y de un porte tan tranquilo que difícilmente podría imaginarlo volando un puesto de policías. Escondido en la selva, al amparo de una república independiente de pacotilla y tomando licor a la luz de un farol no ofrecía la terrible imagen que se le supone a un terrorista. Su aspecto, además, ayudaba a la relajación. Pequeño de estatura, rechoncho, de rostro redondo y barba canosa, el Comandante recordaba más a un abuelo entrañable que al feroz asesino que retrataban las crónicas. Unas anticuadas gafas, de esas que ocupan media cara, remataban la descripción de un hombre siempre vestido de camuflaje y tocado con una gorra militar. Próxima ya la medianoche, Reyes nos guió a través de una maraña de raíces y de cuerdas entrecruzadas en la oscuridad de la noche selva hasta asegurarse de que nos dejaba en la cabaña correcta. Algún ronquido indicaba que, ahí, en esa masa oscura, dormían los guerrilleros en catres al aire libre. Luego se perdió en la negrura alumbrándose con una linterna.


Jóvenes guerrilleros en un campamento de las FARC


El 1 de marzo de 2008, años después de mi encuentro, Reyes escuchó el vuelo nocturno de un avión, husmeó el aire y concluyó que su refugio no podría salvarle esta vez. Y eso que se encontraba casi dos kilómetros Ecuador adentro, cruzada la débil frontera que separa el departamento colombiano del Putumayo de su vecino del sur. El bombardeo de la aviación colombiana no sólo se llevó por delante al que entonces ya todos consideraban número uno de la guerrilla de las FARC: también murieron quince guerrilleros vestidos con pijamas, sus guardaespaldas, y las mujeres encargadas del cuidado personal del Comandante resultaron heridas de gravedad. Entre los damnificados, una estudiante mexicana que, aseguraba ella, casi pasaba por allí, y, sobre todo, las relaciones diplomáticas entre Colombia y Ecuador, país este último que aseguraba sentirse invadido. Poco antes había sido detenido Simón Trinidad, el alias de Juvenal Ricardo Palmera, al que también había conocido años atrás en San Vicente del Caguán, y poco después habrían de morir Iván Ríos, miembro del secretariado, víctima de su propio guardaespaldas, quien habría de cortarle una mano para demostrar al gobierno que la muerte era cierta, y el propio Marulanda, o Tirofijo, aquel Pedro Antonio, según las FARC de muerte natural, y el sanguinario Jorge Briceño, alias ‘Mono Jojoy’, y por último, hasta ahora, Alfonso Cano, otro alias pero este de Guillermo León Sáenz Vargas, el relevo de todos ellos hasta su muerte. Desapariciones, en algunos casos, más parecidas a modo de ejecuciones llevadas a cabo por las cada vez más prestigiosos cuerpos especiales del ejército colombiano, ayudados, eso sí, por militares norteamericanos y, dicen las malas lenguas, con tecnología israelí... 

Cuerpos especiales del ejército colombiano para la lucha antisubversiva en la Amazonía


Guerrilleros de las FARC
Las muertes de las FARC se aceleran en los últimos tiempos, estancados en una guerra que despierta fervor en otros puntos del globo entre los románticos de la lucha revolucionaria del mismo modo que desata la cólera de los que la ven como el último reducto de una época. ¡Cómo han cambiando las cosas en diez años! Una década atrás, las FARC tenían al menos veinte mil hombres armados, un auténtico ejército alzado en armas, controlaban amplias regiones de Colombia, pensaban en invadir Bogotá e instaurar su república bolivariana. La amenaza de aquellos campesinos, el tal Pedro Antonio y sus catorce primos, había crecido hasta convertirse en una alternativa al poder. Sus acciones guerrilleras, atentados para el gobierno, se multiplicaban por todo el territorio nacional. Asaltaban puestos de policías en el Cauca, secuestraban congresistas en la mismísima ciudad de Cali, sus frentes avanzaban por la serranía de la Macarena, dominaban la selva, las montañas, los llanos. Tanto era su poder que el gobierno accedió a negociar y les cedió una amplia región para que montaran un parque temática dedicado a la lucha revolucionaria. La región, situada en el departamento del Caquetá, tenía una extensión similar a Extremadura, cinco municipios principales más varias veredas, que es el modo en el que los colombianos denominan a las aldeas secundarias. San Vicente del Caguán era la población más importante de la conocida como ‘Zona del Despeje’, cuarenta mil kilómetros cuadrados en los que el gobierno colombiano prohibió la entrada a un refunfuñante ejército para mantener unas negociaciones que sellaran la paz. Durante tres años, los guerrilleros desfilaron sin cortapisas por las calles de las ciudades, se mezclaron con observadores internacionales, prensa de los rincones más remotos, líderes sindicales y campesinos, y vecinos de la región.


Patrullando por la selva
A pesar de las garantías del gobierno, los líderes guerrilleros no se dejaban ver por las calles de San Vicente, donde mantenían una oficina de recepción de visitantes. Preferían sus escondites en la selva, fortificados en el interior de la jungla por si acaso como habían hecho durante cuarenta años de lucha. ¡Y cómo saber que aquello era por fin la selva y que la selva es tan frondosa como las películas de selva pero que la que alojaba al Comandante no era una selva de verdad sino una selva que fue, un parche en un mapa, una pincelada que sólo adquiría su verdadero sentido vista desde el aire, donde quedaba convertida en un topo verde oscuro rodeado de grandes extensiones de verde claro! El Comandante intentó convencernos de que aquello sí era una selva, que había un río con una poza donde se lavaban los guerrilleros, gusanos gigantes que se ponían de pie a tu paso y una comunidad de monos que gritaba cuando te acercabas. Pensé entonces que vivía en un ejemplo de selva, porque el resto cayó deforestado ante el empuje del pasto para las vacas, y que así es muy fácil esconderse porque nadie busca a un líder guerrillero en un ejemplo de selva.


Una guerrillera de 13 años

Por el campamento del Comandante se paseaban muy solemnes tres guerrilleros altos y rubios de caras aniñadas y vestidos de soldadotes. Son escandinavos, comentaba Reyes, y simpatizan con nuestra causa. Por si acaso, me prohibieron fotografiarlos y, tal vez como premio, me enseñaron una tienda de campaña con sistemas de comunicación por satélite, una incipiente conexión a internet y unos rudimentarios radiotransmisores. La vida en el campamento no tenía mucha emoción una vez que el cerebro componía una suerte de mapa mental. A las cuatro y veinte, los rebeldes se levantaban de sus catres, sus ejercicios matinales resonaban por la selva: uno dos tres cuatro uno dos tres cuatro. Les escuchaba correr por la noche selva, cantaban, charlaban y olía a café. Con las primeras luces formaban en un claro, se distribuían las tareas, miraban a los extranjeros con una mezcla de curiosidad y lejanía. Los veía caminar por un sendero cargados de bombonas, los veía conducir una vaca al matadero, pistola en mano, los veía levantar una red para jugar al voleybol. Y sobre todo, los veía jóvenes, muy jóvenes. Había guerrilleros de dieciséis, de diecisiete años, en San Vicente conocí a una chica de catorce años haciendo guardia, parecía una guerrilla de juguete que dispararían balas de terciopelo. Pero no, las balas eran de verdad, y ya se encargó el asistente personal del Comandante de mostrármelo. Arley tenía fama de certero en sus disparos y de buen adiestrador. ‘Le enseñaré a montar un AK47 y a disparar una pistola Baretta, muy buenas, son italianas’. Y en un claro del bosque aprendí que el AK47 no tiene mucho retroceso pero sí que deja sordo al francotirador y que disparar con pistola no es tan divertido como con la videoconsola. 'Miren ustedes', comenta Arley, 'este fusil tiene un precio de dos millones y medio de pesos, es un Galil, de fabricación israelí y perfecto para un asalto, y ahora verán qué tan fácil es desmontarlo'. La camarada Eliana lleva veintiséis años de guerrillera, toda una veterana, y me mira como se mira a un niño que empieza a andar. La han capturado dos veces y las dos veces escapó, así que me supondrá un pringao. Arley desmonta el fusil en un abrir y cerrar de ojos y comprendo que detrás del ridículo sólo hay vacío así que dejo el arma a un lado y miro distraído al cielo: que la monte él...

Arley me enseña el manejo del AK 47 (con escaso éxito)
Yurleni es la cocinera personal del Comandante. Hoy prepara un arroz con pollo: mucho arroz, poco pollo. El pollo me caía simpático, siento su muerte, el cuello partido cuando hace unos minutos corría frenético detrás de algún fantasma del mundo de los pollos. Yurleni lleva tres años en la guerrilla, me dice, y ahora que lo piensa, igual en su casa están preocupados porque se enroló sin despedirse. Siempre quiso ser guerrillera: desde pequeña. Estudió hasta cuarto de primaria, asegura, pero soñaba con los ‘compañeros’, soñaba con luchar contra la opresión, dice cándida, con liberar al país del yugo que le impide crecer. Yurleni se extraña de que le pregunte por qué se enroló con las FARC y no con el ELN. No sabe que exista nada que se llame ELN. Ejército de Liberación Nacional, le digo, asombrado de que no conozca a la segunda guerrilla del país, y casi del continente. Yurleni dice que no me miente, que no sabe qué eso del ELN, que ella es de las FARC, y su compañero también. Y coge un plato de arroz con pollo, este sí tiene mucho pollo, y se lo lleva a su Comandante…


Yurleni, la cocinera de Raúl Reyes
Yeni es otra de las cocineras del Comandante. Buen plantel de cocineras tenía el Comandante. Cuenta que trabajaba en la ciudad sirviendo como criada y que tenía una hiha en Cali pero que se la dejó a los señores porque decidió entrar en la guerrilla para acabar con gente, precisamente, como sus señores. Y como ellas, las experiencias de todos estos muchachitos parecían cortadas por un mismo patrón. Suelen venir de territorios controlados por la guerrilla, tienen amigos y familiares formando parte de la guerrilla y parecen desconocer casi todo del mundo. ‘Cuando entras en el ejército del pueblo pierdes el resto: la familia, los amigos, los fines de semana… pierdes hasta el nombre’. Eso me cuenta Óscar, que tampoco se llama Óscar, agarrado al kalashnikov que ha sustituido a la azada que usaba para sembrar yuca y maíz. Lo miro y bien y no dejo de ver a un crío. Pocos habían cumplido los veinte años: los había de dieciséis, y de diecisiete, eran normales los de dieciocho, pero también los había de quince y en San Vicente me topé con una chica recia y fortachona que decía tener sólo trece y llevar ya dos en la guerrilla. El comandante Pablo, destacado en la capital del Caguán, me decía que mejor combatiendo que tirado en una calle, que mejor formándose como soldados que aprendiendo a drogarse y a robar, que mejor en las FARC que en el ejército. También me dijo que sus hijos ya sabían disparar y que sabían montar y desmontar fusiles (agradecí entonces que no me hubiera visto en el campamento hacer el ridículo con el AK).






A las siete de la tarde, la aburrida actividad del campamento se interrumpe. Ya ha caído la noche, ya hemos vuelto a comer el reglamentario arroz con pollo, el sueño amenaza a los muchachitos que llevan despiertos desde las cuatro y veinte de la mañana. Es el momento de la clase política. Reunidos en una gran choza, y presididos por una pantalla de televisión, los guerrilleros se sientan en bancos de madera al estilo de una iglesia y un cargo medio les lee pasajes políticos, un cargo con bigote, un cargo que es cargo por méritos militares, quiero pensar, porque apenas puede leer con fluidez. Se equivoca, y se vuelve a equivocar, lee con dificultad y la habitual pesadez de un discurso político teórico se añade la lectura enmarañada. Los jóvenes atienden con los ojos muy abiertos, se les nota que vuelan con la imaginación, en alguno se adivina un sueño profundo. A mi lado mis compañeras de viaje parpadean nerviosas. De pronto, todos callan: son las siete y media, la hora del noticiero. El presentador anuncia que las FARC han colocado una bomba en el centro de Medellín y que han volado un centro comercial. Las FARC, repite un oficial de la policía en la pantalla, han vuelto a actuar con la crueldad de siempre. Carraspeo nervioso porque estoy rodeado de las FARC y de su pretendida crueldad. Un muchacho se levanta y protesta: ‘siempre nos acusan a nosotros pero no hemos sido, ¿cierto señor?’, y el cargo medio también se revuelve nervioso, ‘no, nosotros no hemos sido’…


Jóvenes guerrilleros se aburren en la clase de política

Qué ocurrió con aquel parque temático, aquella Farcalandia? La guerrilla tenía poder, el santuario recibía visitas de gerifaltes extranjeros, delegaciones de organizaciones de derechos humanos, partidos políticos (‘hace poco estuvo aquí una delegación de Izquierda Unida’, me confesó el Comandante un día), estudiantes, aspirantes a revolucionarios, independentistas violentos y no violentos. Reyes aseguraba que la lucha seguía fuera del santuario porque el gobierno así lo había querido pero se me hacía un tanto difícil alternar conversaciones de paz con atentados en el norte del país y secuestros en el sur. Reyes quería instaurar un estado marxista, reconocía cierta simpatía por el régimen de Hugo Chávez y decía recaudar un impuesto por el cultivo de la hoja de coca. ‘Pero no por su procesamiento, nosotros cobramos por sembrado, porque los campesinos tienen que sobrevivir y si en lugar de coca siembran maíz, cobramos igual’, me decía, pero sin salirse jamás de un discurso rígido y anclado en un mundo que parece haber desaparecido tan rápido como la selva que lo protegía. El descaro fue tan grande que incluso decidieron secuestrar a congresistas colombianos dentro del área del despeje. Y fue el principio de su declive porque la víctima elegida se convirtió en una celebridad mundial: Ingrid Betancourt.




A la ciudad de San Vicente del Caguán, epicentro de las esperas con las que la guerrilla regalaba a los que pretendían obtener cualquier tipo de audiencia, peregrinaban mujeres de toda Colombia. Eran madres de militares secuestrados que recorrían todo el país en un arranque de valor muy de madre y que se aventuraban en la selva solas, sin protección, con la esperanza de encontrar a sus hijos detrás de alguna palmera. Madres que lo dejaban todo y que pedían audiencia a los jefes de la guerrilla para que les permitieran ver a sus bebés al menos cinco minutitos, y que volvían llorosas, con la imagen de sus hijos esqueléticos encerrados detrás de una alambrada a la sombra de un bosque tropical, o peor aún, que volvían sin nada porque los altos cargos de las FARC estaban muy ocupados, o no tenían ganas, o ya habían recibido demasiadas visitas. Madres que recorrían un país para volver con unos huesos envueltos en unos trapos, convencidas sin convicción de que llevaban a sus hijos muertos por fin a enterrar. A las puertas de la oficina de las FARC en San Vicente, en la plaza central, las madres se arremolinaban, iban en grupos, de dos en dos, solas, esperaban al sol, a la sombra, sentadas, bebiendo café.




Luz Amparo, por ejemplo, tuerce el gesto, esconde una pena. ‘Es que, mire usted, mi hijo tiene veintiún años y ya lleva dos y medio secuestrado, y ahora está mejor porque antes sólo le daban de comer frijoles, arroz y lentejas y ahora, al menos, también le dan sus huevitos, algo de fruta y de vez en cuando un poquitico de carne’. Su voz se estremece, sentada en una silla de plástico blanco a la sombra de un bar. ‘Fui al monte para entrevistarme con el Comandante y pedirle que, si no los iban a soltar, al menos les hicieran una cancha para jugar y les mejoraran la comunicación porque lo que realmente mata a las mamás es la falta de noticias pero ahora, y gracias a Dios, está mucho mejor… el otro día hablé con él y lo encontré tan mayor… pero ahora tienen televisión y hasta música y periódicos…está tan flaco…’ Luz mira al cielo mientras arruga una foto descolorida ya de por sí arrugada y vuelta a arrugar.




Orlando también ha recorrido el país. Orlando es un muchacho valeroso, no se desanima, busca a su hermano pero los comandantes no le dan audiencia. ‘Mi hermano participaba en una operación de erradicación de laboratorios de procesamiento de cocaína pero algo salió mal y los capturaron’, cuenta sombrío Orlando. ‘Eran cinco y terminaron en una mazmorra, no vio el sol durante año y medio, sólo podían lavarse una vez al mes pero un día se escaparon y se escondieron en una casa pero un soplón los delató y nuevamente los encontraron, señor’. Su historia se complica porque, ‘encabronados como andaban, ahí mismo mataron a cuatro, aunque hay quien dice que fueron los cinco, aunque si fueron cuatro queda un huequito para la esperanza, no es cierto, igual el que no murió, si es que no murió alguno, fue mi hermano, y ya han pasado dos años y medio de todo aquello y cada vez está menos claro quien está vivo y quién muerto, y si hay alguien vivo, y si toda esa historia no es más que un cuento. Pero si está vivo quiero saberlo y si está muerto, también, y llevar por lo menos sus huesos para darle cristiana sepultura en un rincón allá en mi tierra…’




Por las calles de Bogotá, cada año, desfilan esas mismas madres, esos mismos hermanos, esas mismas caras desencajadas. Piden la liberación de sus familiares, llevan cadenas, fotos descoloridas, carteles. Marcos Baquero, por ejemplo, era concejal en su municipio, San José del Guaviare, pero no era político: un líder campesino, más bien, antiguo raspachín de esos que se levantan a las tres de la mañana para raspar matas de coca antes de que amanezca, cocalero más tarde, de esos que hacen quesitos para que los narcos los refinen y saquen monstruosos beneficios. Marcos, un tipo humilde, sencillo, un luchador, acabó en manos de las FARC, dos años metido en un hoyo sin más compañía que un gato, al que terminó por hablarle para no perder la razón, y sus cadenas, no fuera a ser que le diera por escapar. Las FARC, inmersa en su propia lógica, perdió de vista el mundo que la rodea. Y el mundo que la rodea, aburrido de guerra, se empeñó en perder de vista a las FARC.

El hermano de Roberto Quirós protesta así por el secuestro de su hermano: con cadenas al estilo de las que usan las FARC 
El Mayor Edgar Yesid Duarte fue prisionero de las FARC durante 13 años para morir fusilado a finales de 2011



Comandante, le dije un día al Comandante, tengo la duda de que si mañana se lograra la paz usted no sería capaz de habituarse a vivir en una ciudad sin el permanente estado de guerra en el que ha vivido toda su vida. Ningún problema, contestó el hombre, yo me hago a todo, decía, pero dudé porque en su cara vi una duda y pensé que no tenía esperanza de ver el final de ningún conflicto. Y entonces me contó que era veterinario titulado, que tenía hijos y que vivían en Bogotá, y que ya estaban grandes y entrando en la universidad y sentí una extraña sensación cuando lo imaginé acudiendo puntual al banco el día cinco de cada mes para ingresar un dinerito para sus hijos...



La zona del Despeje fue el logro más exitoso de las FARC y, creo suponer, también el principio de su declive. Reyes había alcanzado la cúspide de su carrera guerrillera. Era el portavoz de la más poderosa guerrilla del planeta, sus peroratas en la aldea de Los Pozos, convertida en el escenario donde se mostraba al mundo los progresos de las conversaciones, se retransmitían vía satélite a todo el mundo, Reyes estaba sentado junto a Marulanda, junto a Cano, cogido del hombro del Mono Jojoy, charlaba con Timoshenko, con Granobles, se le veía atender a una entrevista de la CNN, del País, de TVE, de la BBC. Los Pozos no tenía agua corriente pero sí internet satelital y conexiones en directo con cualquier estudio de televisión de Europa. ¿Y todo para qué? Los campesinos exponían sus idearios, los estudiantes escuchaban atentos a la guerrilla que plantaba cara al gringo explotador, los admiradores viajaban desde países de nombres irreproducibles para tocar con sus manos a los muchachos analfabetos que, de pronto, eran héroes del anticapitalismo mundial. Por no hablar de las muchachas que peregrinaban para conocer el ardor guerrero de los guerrillos. Los revolucionarios del siglo veintiuno llegaban a un remoto rincón de la selva para encontrarse un líder envejecido con cuarenta años a sus espaldas portando una mantita al hombro y un extraordinario sentido de la supervivencia.


La estrategia del secuestro ha minado la credibilidad de las FARC pero el ejército tiene cifras aún peores...

Reyes desgranaba lentamente, con una lentitud exasperante, los motivos de su lucha a quien quisiera escucharlo. ‘La clave está en los derechos del colombiano, usurpados por la oligarquía, hay que restituirlos porque les son negados, hay que reclamar por las malas ejecuciones del gobierno y del estado, por las medidas represivas, por el accionar violento del ejército, de los propios paramilitares’. Cuando hablaba así temía responderle con un sonoro bostezo como el de sus propios soldaditos cuando les adoctrinaba el cargo medio con bigote. ‘Queremos un estado nuevo, bolivarista, patriótico y democrático, un diálogo que verse sobre doce grandes temas, desde el empleo a la salud, la educación, el bienestar de la gente..’ Mientras hablaba con el Comandante, los muchachos no se atrevían a acercarse, sabe que el jefe hablaba de grandes temas, concretamente de doce, así que se limitaban a vigilar en la distancia con sus armas en bandolera. 


Policías inválidos por la guerra recorrieron el país pidiendo la libertad de los detenidos


El penúltimo episodio arrojó aún más descrédito a las FARC cuando los guerrilleros ejecutaron a finales de noviembre de 2011 a cuatro prisioneros, uno de ellos con catorce años de secuestro a sus espaldas, para evitar que cayeran en manos del ejército durante un enfrentamiento. Larguísimos años encadenado, condenado a vivir una existencia miserable en la selva, comido por la incertidumbre y por los bichos, en soledad, para terminar con un disparo en la cabeza. Demasiado cruel incluso para el peor de los asesinos. Una tumba tan grande que dentro cabe, también, el espíritu revolucionario de una guerrilla que se desinfla a ojos vista dejando tras de sí un reguero de cadáveres.

Y dejando, también, vía libre a sus enemigos.



Las conversaciones en el Caguán siguieron aún unos meses más pero las mías con el Comandante Reyes habían llegado a su fin. Una madrugada, antes de que los muchachos saltaran de sus catres, un camión con varios guerrilleros que cambiaban de destino nos trasladó a San Vicente. Las charlas con Luis Edgar no habían sido ningún avance para intuir el fin de un conflicto con cincuenta años a sus espaldas. Recordaría durante mucho tiempo al peligroso y perseguido número dos de las FARC con su sonrisa apacible, repeliendo preguntas más que contestándolas, con una sonrisa apacible bajo la que guardaba un discurso ortodoxo, marxista de los de antes, repetido mil veces ante periodistas de medio mundo.

En otra ocasión me entretendré en contar cómo era la vida en San Vicente del Caguán, una ciudad dominada por la guerrilla, donde un juez servía helados con un carrito callejero y los más pobres entre los pobres adoptaban a los huérfanos de la guerrilla...





© José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com



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